Ante la gran encrucijada
La abdicación real debería convertirse en un parteaguas y abordar a partir de ella la regeneración institucional y ética
La para casi todos imprevista abdicación del Rey ha irrumpido con la fuerza de un hito histórico, un parteaguas llamado a marcar un antes y un después en la historia de España y de los países que integra, Cataluña incluida. Los indicios disponibles sugieren que la decisión de Juan Carlos, haya partido o no de él, ha sido orquestada durante los últimos meses, de común acuerdo con los dos partidos que desde el inicio de la Transición han ido turnándose en el poder. La sucesión ha contado además con el beneplácito de las más influyentes cabeceras periodísticas.
Aunque era previsible que el Rey abdicase en los próximos años, dado el patente deterioro de su salud e imagen, el momento elegido insinúa los motivos de la decisión y su trastienda. Este país afronta la más ominosa tempestad desde los años treinta del pasado siglo, tormenta cuasi perfecta en la que coinciden varias quiebras sucesivamente desencadenadas. En primer lugar, la apenas advertida quiebra cultural y moral fraguada en todo Occidente, desde mediados del siglo XX, por la corrosión de la tradición humanista e ilustrada, y en especial por la caída de las ideologías emancipadoras que sustentaron la Modernidad —con el marxismo y la tradición socialista al frente—, en aras de un neocapitalismo desaforado y cínico, devenido hegemónico desde 1989.
Asumido por vastas mayorías, el ethos resultante ha alimentado el egocentrismo y el consumismo, cuando no la abierta indecencia; una cultura-espectáculo mayormente acrítica y frívola; y una postpolítica señalada por el ensimismamiento nacionalista y por un sofisticado autoritarismo de nuevo cuño, populista, decisionista y demagógico.
La depauperación cultural y moral descrita incubó la delirante desregulación financiera y la bancarrota subsiguiente, además de la engañosa deformación economicista con que el estamento político y los medios de persuasión han revestido el término crisis. Temibles en buena parte de Occidente, sus efectos han sido particularmente devastadores en los países mediterráneos y en el nuestro, entre otras cosas porque han machacado a los sectores más vulnerables de la ciudadanía, y jibarizado a las clases medias, muchos de cuyos integrantes han pasado del ensueño a la pesadilla.
Súmese a ello la inacabable procesión de prevaricaciones, corrupciones y estafas en que han incurrido casi todas las instituciones del régimen, y se obtendrá una radiografía de la tercera quiebra en curso, que ha puesto en jaque el sistema institucional y político en pleno.
La abdicación real corona esa triple crisis, y constituye un histórico parteaguas porque, al tiempo que invita al melancólico desistimiento, podría y debería convertirse en un resonante aldabonazo para todos —ciudadanos de a pie incluidos— y en una ocasión única para acometer, con democrática radicalidad pero sin letales maximalismos, una honda regeneración del sistema político en su conjunto: de su Constitución y de sus instituciones y procedimientos, desde luego, pero también de sus procederes éticos, sin los que no cabe metamorfosis alguna.
Nos hallamos ante una encrucijada decisiva, una coyuntura excepcional cuya resolución marcará la suerte de las generaciones venideras. Y, filiaciones partidarias e ideológicas aparte, a todos nos incumbe enfrentar el reto con lúcida autoexigencia y honradez, a fin de evitar el común naufragio. Lo cual implica prescindir de las demagogias que infectan la acción y el debate político, y rehabilitar la decencia como cimiento de la vida privada y pública.
Una vez más, como en todas las coyunturas graves, urge pararse a distinguir las voces de los ecos, actuar con espíritu de concordia y altura de miras, y ante todo recurrir a ese inmensurable acervo de prudencia sin el que no hay convivencia plural posible. Solo la actitud a la vez ponderadora y discernidora que esa virtud condensa permitirá rehuir los cómodos aunque devastadores maximalismos —también los que jalean los nacionalismos, posean o no Estado propio-, preservar los mejores aspectos de la realidad heredada y regenerar los que así lo exijan. Como Camus escribió, la deseable rebeldía debe ser consciente de los límites y evitar la desmesura: la rebelde mesura, en cambio, “enseña que hace falta una parte de realismo a toda moral”, y también “una parte de moral a todo realismo”.
Felipe VI debe comprender que el país se halla al borde del precipicio, y asumir el clamor regenerador que la ciudadanía lanza: mostrar el valor y la mesurada rebeldía precisos para promover una serie conexa de referendos sobre el modelo de Estado y su diseño territorial, así como una política y economía decentes. Solo así, impulsando la regeneración y arriesgando por vía legal su reinado mismo, logrará la legitimación que precisa y devenir un “rey republicano”. Si fracasa, aherrojado por la caverna o por sus miedos, perderá el trono y nos abocará al desastre.
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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