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La actitud venció a la retórica

Las apoteosis festivas de Chic y Rudimental oscurecieron a Massive Attack en la última jornada del Sónar de Barcelona

Actuación de Massive Atackk, en la última noche del Sónar 2014.
Actuación de Massive Atackk, en la última noche del Sónar 2014.gianluca battista

Era para verse. Se había acabado el denso y tedioso concierto de Massive Attack con sus humos redentores y su pereza letal, de cannabis mal digerido y presunción arty, y en el diminuto SonarCar, que en principio surte de sonido a la pista de autos de choque del Sónar nocturno, salió a escena Laurel Halo. Cesó el ritmo y como de una espita poco abierta brotó un sonido ambiental lento y anguloso perfilado con sonidos extraños. El público se quedó pasmado, venían de bailar, quería seguir haciéndolo. Un hachazo. Una situación muy Sónar, un as experimental en la manga soltado en medio de la juerga. Pues bien, los chavales de barrio allí presentes en busca de una macro discoteca, el Sónar es también esto, acabaron bailando el mísero ritmo, adusto y encogido, servido por la artista norteamericana. Eso en una noche que cerró el mejor día de festival, y que encumbró a Chic, de nuevo Chic con su hedonismo sin segundas lecturas y a Rudimental, una banda muy popular en Inglaterra que apeló a su versión domesticada de drum&bass, house, soul y pop para hacerse con el gentío del escenario principal. Esas fueron alguna de las notas de un Sónar que convirtió la noche en una fascinante excursión por el mundo de los sonidos más variopintos. Como cierre de jornada, la lluvia puso el punto imprevisto que remojó a los derrotados que ya dormitaban exangües sobre el duro cemento de los pabellones.

Pero antes de Laurel Halo estaban los reyes llamados a reinar. Y sin saberlo parecieron haber abdicado. No tanto porque su música haya perdido vigencia, que no lo parece, sino porque su interpretación, otrora intimidante por su densa oscuridad, por un caminar pausado pero fluido que denotaba penumbras, rincones mal iluminados y una cierta angustia de habitación cerrada, es hoy un grumo de cemento pesado y monocorde que se desplaza sin alma. Tuvieron que ser viejos éxitos como Teardrop o Unfinished symphaty los que arrancaran la adhesión del público, que sólo reaccionaba con la salida de Horace Andy a escena, probablemente porque ver a un señor tan en la higuera produce un amable regocijo. Por lo tanto, más que mal concierto, concierto aburrido, pura retórica de Bristol que en directo empalidece, por ejemplo, ante los despliegues de sus compañeros generacionales de Portishead. Queda sólo el estilo, el discurso, pero como pasa en deporte, sólo con el estilo no se gana.

Mención aparte merece el espectáculo bien resuelto formalmente para ribetear con penumbras el discurso musical del grupo. Pero lo que resultó bochornoso es que Massive Attack consideren activismo ideológico mostrar en las pantallas marcas comerciales y noticias diversas (del divorcio de Antonio Banderas al precio de un Kalashnikov en Siria) como si el público necesitase un telediario dictado por las urgencias de una mala conciencia que parece haber descubierto de sopetón que al mundo le guía la codicia. La habitación de Massive Attack tiene demasiado humo, habría que orearla. Por contraste, la actuación de Chic resultó muy estimulante. Nile Rodgers y su banda, profesionales sobradamente cualificados y con cara de divertirse, o al menos eso se desprendía de las coreografías de los sexagenarios de los metales, repasaron sus éxitos propios y aquellos producidos o escritos para otros (Dianna Ross, Bowie, etcétera) como quien recupera como propio un legado no apergaminado y retórico que se resiste a ingresar en el museo. Chic fue una banda muy viva en el Sónar, y su actuación un oasis de clasicismo burbujeante para una multitud que no abandonó nunca, literalmente nunca, una sonrisa de alegría mientras bailaba.

Pero antes de Chic había actuado Lykke Li, una diva llegada de Suecia cargada de dramatismo pop. En su disco de debut hay canciones muy estimables, como por ejemplo la excelente No rest for the wicked, pero la sobreactuación en escena, su universo cargado de sentidos trascendentes, su aire de mujer incapaz de pedir un frankfurt sin poner cara de actriz hamletiana, convierten en pelín cargante su discurso mayestático, recargado y sobre explicado. Tal parece que los artistas de hoy en día, o al menos algunos, quieren contarnos que vivir les hace sufrir, y lo han de hacer sin que quede ningún atisbo de duda. Todo lo contario de lo que propuso en otro escenario Yelle, con un show muy francés -vestuario combinado entre ella y sus ¡dos! baterías- y desinhibido de pop electrónico casi naïf pero a la vez pizpireto y juguetón. Muy entretenido justo antes de las dos grandes sorpresas de la noche.

La primera Laurel Halo y su set en el SonarCar. Con una delicadeza extrema y con unos recursos sonoros mínimos, bien repartidos a lo largo de una hora que marcó un crescendo imperceptible, la artista norteamericana protagonizó un set ejemplar pautado al final por un bombo reseco y un fondo de inquietantes nítidos y minúsculos ruiditos, que no crepitaciones, que generaban un cierto desasosiego. A pesar de ello, y sin necesidad de que los allí presentes estuviesen hasta las trancas dispuestos a bailar con el himno de Japón, Laurel Halo captó su atención logrando mantener frente a sí al público. Un ejemplo de la poliédrica personalidad del Sónar, refugio de adictos a la zapatilla y también de listos con cara de máster en narrativa húngara. El set de Halo fue, exactamente, como si en una retrospectiva de Tomás Bretón y la zarzuela se cuela Steve Reich.

La segunda sorpresa, al menos para los asistentes locales, pues los extranjeros, en especial los ingleses, jugaban sobre seguro al asistir al concierto, la propuso Rudimental, cuya propuesta no es nada elemental, aunque tampoco original. Llevando el drum&bass al terreno de la radio comercial y orientándolo hacia el entorno pop se consigue una aproximación cómoda y fácil al género, que presentado en directo como en el Sónar, banda de diez instrumentistas con coristas y sección de metal, tuvo un resultado demoledor. Musicalmente cuestionable por su conservadurismo, al adocenar al drum&bass y limarle la dentadura, resultó por contra vitalmente impecable, una demostración de potencia que estalló con Feel the love. Con ella Europa se volvió loca en un Sónar que pasa edición con nota gracias en buena medida a una última jornada que brilló bajo el sol y la luna.

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