Abdicaciones
El nuevo Rey podría instar un referéndum consultivo para superar la anómala situación actual de autonomía regia
La Constitución de 1812 establecía que el Rey, “si por cualquier causa quisiere abdicar el trono en el inmediato sucesor, no lo podrá hacer sin el consentimiento de las Cortes”. Las sucesivas constituciones monárquicas de 1837, 1845, 1869 y 1876 decían tajantemente que el Rey necesita estar autorizado por una ley para abdicar. Esto siempre fue así porque la Corona no es patrimonio del monarca en una monarquía parlamentaria.
Según la vigente Constitución la soberanía nacional reside en el pueblo español. Él es el soberano, no el monarca. Este, como todos los poderes públicos, está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Por eso la vigente Constitución prevé que las abdicaciones y renuncias de la Corona se resuelvan por una ley orgánica.
Sin embargo, se da la circunstancia de que esta ley orgánica no existía el día 2 de junio de 2014, y, en consecuencia, no había previsión ni cauce legal para la abdicación. Sorprende que una previsión constitucional de tanta trascendencia como la ley de abdicaciones y renuncias no se haya promulgado desde 1978 hasta hoy. Han pasado muchos gobiernos y parlamentos, y ninguno asumió la iniciativa de cumplir ese mandato constitucional. Descartado, por inverosímil, el olvido o la desidia legislativa, cabría sugerir la hipótesis de que el espíritu de la transición pretendió no invadir el ámbito de una supuesta autonomía regia.
El Título II de la Constitución, de la Corona, estaría, según tal hipótesis, a la efectiva y exclusiva disposición del Rey. Las Cortes, de hecho, declinarían invadirlo.
Por exclusión de otras posibilidades, parece necesario concluir que al nuevo Rey le proclama la voluntad del Rey abdicante
Abona también esta hipótesis la peculiar regulación constitucional de la Familia y la Casa Real. El Rey distribuye libremente la asignación presupuestaria y nombra y releva libremente a los cargos de la Casa. La imprescindible regulación de esta institución se reduce a reales decretos del Gobierno, dictados a voluntad del Rey, y sin que las Cortes hayan tenido ocasión de ejercer su función de decisión soberana y de control.
La hipótesis de que la Constitución preserva el ámbito de la autonomía regia intangible para las Cortes se confirma cuando prevé que “el Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento” de fidelidad constitucional. Obsérvese que no será proclamado por las Cortes, sino ante las Cortes, no indicando criterio para saber quien le proclama. Por exclusión de otras posibilidades, parece necesario concluir que al nuevo Rey le proclama la voluntad del Rey abdicante. Le proclama con ausencia de participación popular directa en una decisión que afecta frontalmente a la más alta representación institucional del Estado. Las Cortes se limitan a confirmar o ratificar una voluntad regia anterior, superior y exterior a la voluntad popular.
La ley orgánica para la abdicación es, probablemente, una de las más breves y fulminantes de cuantas se han promulgado. Pese a que la Constitución exige que la ley orgánica resuelva los problemas de la abdicación, esta no resuelve nada. Cumple un simple trámite. Se limita a cumplimentar formal y jurídicamente, una vez más, la voluntad del monarca, previamente expresada y consumada. Así se confirma la hipótesis según la cual las Cortes Generales, representación de la soberanía popular, evitan invadir el espacio de la autonomía regia, pese a que tal autonomía no está explícitamente prevista en la Carta Magna.
Todo esto es, desde luego, impecablemente ajustado a la legalidad constitucional. Pero, no obstante, cabe calificarlo como insatisfactorio. La gente ha dado muestras clamorosas de su alejamiento de las instituciones. El hastío o la indignación están sustituyendo a la participación activa en la política convencional. La desconfianza y el reproche generalizado recaen sobre todas las instituciones, sin excluir la Corona. Una parte respetable de la ciudadanía estima que ha llegado el momento de modificar la forma política del Estado, del acceso de la III República. Sin embargo, la Constitución parece no querer facilitar su propia modificación. Prevé para ella unos requisitos de trámites y mayorías parlamentarias de imposible cumplimiento efectivo en un tiempo razonable.
El Gobierno tampoco ha querido promover un referéndum consultivo sobre la importantísima decisión del proyecto de ley orgánica de abdicación. El monarca abdicante no consta que lo haya exigido, ni sugerido. Al nuevo Rey, entre unos y otros, le han abierto una zanja inoportuna y problemática en el camino de acceso a su futura función. Sería éticamente encomiable, políticamente inteligente, y jurídicamente posible tender un puente sobre esa zanja. El nuevo Rey podría auspiciar un referéndum consultivo confirmatorio con altísima probabilidad de resultarle clamorosamente favorable. Sería algo así como la abdicación de la anómala autonomía regia de la transición, anterior, superior y exterior a la voluntad popular. No habiendo República, sería la instauración de una monarquía mínimamente "republicana".
José Maria Mena es ex fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
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