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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mendigos y transeúntes

Comía en la Casa de Caridad cuando le era posible y pasaba las noches donde buenamente podía

Se llamaba Felipe y la otra tarde un coche lo atropelló casi en la puerta de mi casa y murió en el acto. Era un indigente que se apostaba día tras día en la puerta del supermercado siempre abrazado a su brik de espantoso vino tinto, y se ve que andaba algo achispado al cruzar la calle por donde no debía. A menudo, le daba algunas monedas, y siempre pensaba que por qué a él y no a otros tantos como él que patean las aceras de esta calle cada día a las puertas de farmacias, esquinas de mucho tránsito, estancos, sucursales bancarias y otros establecimientos donde el flujo de peatones alimenta su frágil esperanza.

Solía cubrirse con una gorra marinera, como de capitán de barco, en la cumbre de un rostro agrietado y siempre enrojecido por el sobresalto de sus venas, y un día perdí el decoro y me atreví a preguntarle de dónde había sacado semejante complemento. Creo que no me mintió al decirme que había sido marinero en la pesca de bajura, por lo que supuse que era gallego, aunque luego supe que también había faenado en la captura de la gamba en Dénia. No es que tuviera demasiado interés en que me contara su vida, porque además apenas si le entendía con su lengua de tanto solivianto arropada con el desdén hacia un tipo como yo que no habría de solucionarle ni la vida ni la muerte, pero aún así me enteré de algunas cosas, como que comía en la Casa de Caridad cuando le era posible y pasaba las noches donde buenamente podía, en un monólogo entrecortado y repleto de desaires gestuales, y que su mayor problema eran los mocos y los vómitos, porque no siempre se le permitía la entrada en un bar y hacerse con algunas servilletas, y su mayor enfado que caso de hacerse con un rollo de papel tampoco le servía de nada porque por la noche se lo birlaban.

Le calculaba una edad de entre 65 y 70 años, pero en una nota de prensa del día siguiente de su muerte me enteré de que apenas tendría 55. Hablaba solo todo el tiempo, eso sí, tal vez consigo mismo, quizá abrumado por recuerdos que ni el vino de desastre podía ya espantar, pero aún así hizo cierta amistad, pese a su mirada de acrimonia y desamparo, con otro mendigo, abstemio y muy anciano, que desde buena mañana despliega todavía su silla portátil en la esquina de la calle bajo una farola y allí permanece todo el día deseando que las monedas despistadas acierten en su vasito de plástico que extiende como una ofrenda antes los transeúntes. Este señor ya ni pide nada, solo espera hacerse visible con su digna constancia de estatua sedente, es argentino, tiene una hija en sus mismas condiciones pero que mendiga en otras calles para no hacer montonera, y disponen de una casa de cochambre cuyo alquiler no pueden abonar debido a que no hay manera de que al anciano le tramiten la pensión que se ganó, según afirma, en Argentina. El otro día me acerqué, le eché unas débiles monedas, miserable de mí, como quien echa cacahuetes a los simios enjaulados, me preguntó por su amigo el del gorro marinero, y no tuve el coraje suficiente para decirle que nunca más le haría compañía.

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