Joan Vinyoli de madrugada
En sus poemas celebra la vida, a pesar de todo, en un paisaje desnudo, salvo cuando mira hacia el mar
Celebrar el centenario de Joan Vinyoli puede consistir en apostarse junto a la ventana, ver penetrar las luces de la madrugada y de repente evocar un poema que llevamos en la memoria desde quien sabe cuándo y es Vinyoli quien habla de la vida y del tiempo que pasa, de las monotonías absurdas o del perfil de la muerte. Si uno se pregunta otra vez por qué razón leer poesía, ¿qué es lo que hace tan esencial la poesía de Joan Vinyoli, ya al margen del centenario de su nacimiento? Su elevación como poeta, seguramente, elevación que se fundamenta en la incertidumbre vital irremediable. Es la elevación de una intensidad existencial que contrata con su angustia por no saber si da la talla del poeta que quiso ser.
En sus poemas celebra la vida, a pesar de todo, en un paisaje desnudo, salvo cuando mira hacia el mar. El poeta de las desolaciones urbanas veranea con el placer de las amistades y los aperitivos. También conoce las rutinas devastadoras, la asfixia de una precaria sociedad intelectual, el trajín siniestro de las rivalidades literarias. Y Vinyoli, incluso con cierto candor, ambicionaba ser parte de la alta poesía. Por eso lo que importa es la madrugada, la ropa tendida en los terrados de una ciudad sin nombre, la última copa, mirar el mundo por la ventana y ver a lo lejos trirremes de pueblos antiguos que llegan a la costa. ¿Qué más se le puede pedir?
En Vinyoli hay un forcejeo constante con la madurez imposible, lo que quiere decir un desencuentro con la serenidad
Estos días, en una ciudad de Siberia se le dará gratis un billete de metro a quien sepa recitar dos versos de Pushkin. Unos profesores estarán al acecho en las bocas del metro para examinar de Pushkin a quienes van llegando. Como premio, un abono de viaje. Extraño incentivo para la poesía y para el viaje subterráneo. Los rusos siempre fueron grandes amantes de la poesía, a pesar del Gran Hermano. Sería ponerse al acecho a las puertas del metro de Fontana, ver salir una muchacha de rostro perfecto y oírla recitar a Vinyoli: "Univers, et canto./ Quin raucar de granota, tanmateix". Luego, pararse en una vieja taberna si las hay y beber sake como el gran Li Po, según aconsejaba Vinyoli.
Para desintoxicarse de la polémica sobre la poesía de la experiencia basta con regresar a Rilke y entonces lo que cuenta es la poesía de la existencia. Ahí está Joan Vinyoli, constatando el paso del tiempo discontinuo, inapelable, enmascarado por la costumbre y la ardua vocación de escribir poemas cuando la sociedad del futuro casi inmediato iba a preferir el videoclip. Se dice que la inmadurez es la enfermedad de nuestro tiempo. Vemos pasar a Peter Pan en vuelo rasante a la salida de los mega-gimnasios. En Vinyoli hay un forcejeo constante con la madurez imposible, lo que quiere decir un desencuentro con la serenidad. A dos pasos, en las residencias geriátricas, otra verdad se impone con sus lentitudes y sus desmemorias, como el viejo rumor del mar que Vinyoli exalta desde las terrazas de la noche.
En los setenta deja a Carles Riba en la antesala: lo que cuenta es Rilke, siempre, otro Rilke que ha ido sabiendo de la vida en los laberintos del amor, de la culpa sin sentido, de un mal reptilíneo que se cuela en la inseguridad de todos los días. Entramos en el dominio mágico. Introducción al método Vinyoli: dureza y vulnerabilidad, inteligencia y caos. En poemas así, la lírica y la vitalidad confluyen como una metástasis, no siempre benefactora. Es una lírica de las enfermedades silenciosas. La soledad que oprime. De nuevo, ver llegar la madrugada. "Que tot és dur, cruel, sense pietat/ i sempre el mal i la vergonya duren".
Newsweek habla esta semana de una explosión de la poesía, inicialmente en el Reino Unido, un raro renacer que linda con la psicoterapia y el marqueting, pero con un nuevo público, decididamente leal. Para una poesía como la de Vinyoli lo que cuenta es que se lea bien, más que ser leída por muchos. Exhibir sus poemas —por ejemplo— en los flancos de los autobuses sería una trivilización populachera, como si le pusieran un capirote y de cara a la pared. Pero conseguirle unos centenares de lectores nuevos, ¿qué mejor homenaje a Vinyoli?
Vinyoli es una prueba más que sólida de la supervivencia de la lírica. A pesar de todo, la banalidad no podría aniquilar el continuum —por imperfecto que sea— que va de Ausias March a un libro como Tot és ara i res. En sus instantes de intensidad privilegiada, Vinyoli es un poeta for all seasons, incluso con pocos lectores. Todavía nos acompaña más allá del fragor político, de la vida hipócrita, de la simulación y el engaño. Y bien, aunque no haya lectores de poesía, ¿seguirá habiendo poetas?
Valentí Puig es escritor.
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