El fortepiano en su esplendor
Exquisita velada mozartiana en el Palau con Kristian Bezuidenhout
Cuando el pianista sudafricano Kristian Bezuidenhout (1979) toca una sonata de Wolfgang Amadeus Mozart en un fortepiano, consigue ganar adeptos para una causa interpretativa tan justa como fascinante: explorar la obra para teclado del genio salzburgués con el instrumento más adecuado para hacerlo con criterios de época. A muchos melómanos, acostumbrados a escuchar Mozart con la potencia y exuberancia de un piano Steinway, les cuesta mucho hacerse a la sonoridad, mucho más delicada, transparente e intimista del fortepiano, pero cualquier prejuicio desaparece cuando las razones filológicas juegan a favor de una interpretación viva, fresca y respetuosa con las fuentes originales. Y eso es exactamente lo que hizo Kristian Bezuidenhout, discípulo de Malcolm Bisolm y solista favorito de los mejores directores del movimiento historicista, en la primera de las dos sesiones en el Petit Palau (martes y miércoles) que abren la integral de las Sonatas de Mozart, proyecto del ciclo Constel.lació Palau 100 que completará la próxima temporada con otros dos conciertos.
El fortepiano necesita salas que faciliten una relación acústica con el público lo más cercana posible. A Bezuidenhout no le gustó la acústica de la sala proyectada por Òscar Tusquets e intentó buscar esa proximidad situando el fortepiano fuera del escenario, en un lateral de la zona de platea, flanqueado por tres filas de sillas. El cambio logístico obligó a quitar butacas y recolocar a parte del público en otras áreas de la sala, lo que provocó quejas de algunos espectadores. Por fortuna, bastaron unos minutos para olvidar el enojoso preludio: la sensibilidad en las dinámicas, la limpieza en la articulación, la expresividad y el dominio del estilo mozartiano de Bezuidenhout hicieron posible una de las más exquisitas veladas mozartianas de los últimos años.
Acertó en la elaboración del primer programa, con cinco obras que ilustran las tres épocas en que Mozart escribió su colección de Sonatas -Salzburgo en 1774; Mannheim y París en 1778; Viena, en plena madurez, entre 1788 y 1789-, itinerario que le permitió mostrarse como perfecto mozartiano: jugó con el encanto galante de la primera época –Sonatas KV 281 y 283-; nos dejó tocados por el dramatismo y la tristeza de la KV 310, reflejo de la decepcionante estancia en París; y recreó con naturalidad la elegancia vienesa y el equilibrio que respiran las KV 545 y 570. A pesar de las limitaciones de la sala, un gran concierto.
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