Seis poetas por seis euros
El XXX Festival de Poesía de Barcelona cierra la Setmana de Poesia
Es cierto que quizá sea un tiempo en que “Els grans focs apagats ja no es revifen”, como recitaba con su propia voz grabada en 1976 Joan Vinyoli y con la que el XXX Festival Internacional de Poesía de Barcelona arrancaba la noche del martes en el Palau de la Música catalana. Los seis polifónicos bardos convocados ante un mar de unas 700 lucecitas, minúsculos faros de quienes seguían sus versos, fueron todos conscientes de este hoy, de estar “En aquest món, on és a punt de caure tot, / on tot penja d’un fil, i amb prou treballs s’aguanta”, como recitó literalmente de puntillas el decano de la noche, el ruso Aleksander Kúixner (Leningrado, 1936). Pero dejaron siempre entre sus palabras algún que otro resquicio por el que el auditorio supo (o quiso) asomarse y respirar.
Antoni Clapés (Sabadell, 1948) enlazaba con Vinyoli y constataba, aún admitiendo que “canvies tu, no pas el camí”, ese claro “El mal de viure-cortrencador”, acentuado por la bruma que hacían visibles los potentes focos contra su clara americana. De ese mal sabe mucho Kúixner, que desde su frágil, diminuto cuerpo hizo emanar de la áspera lengua rusa una sentida melodía entresacada de las cosas más sencillas, como la de llamar por teléfono a los amigos en los momentos de desesperación: “Oh, veus d’amics que em contestaven! / Oh, gràcies per cada mot, / per tot plegat… per ser a casa / quan us trucava (…) Era senzilla, la resposta / però tan plena d’esclafor, / tant… com si Déu darrere vostre / us fes llavors d’apuntador”. Sonaban sentidas, ayudadas por la traducción de Xènia Dyakonova, las palabras de un poeta que sabe que “Un gest és feble, les paraules perden pes” pero que aun así burlaba lo oscuro de la vida refugiándose en las cosas más sencillas, como en el mero hecho de dormir en paz: “Si dorms tranquil, i és net el teu llençol (…) i si ningú no et treu del llit ni et crida (…) si dorms, i no t’assetgen amb lladrucs / ni crits, i no et sacsegen per l’espatlla,/ si dorms tranquil, què més voldràs per tu? / És tot el que tenim, i amb això basta”. Así están las cosas en la antigua Unión Soviética.
En esa incomodidad, un punto más kafkiana, siguió indagando la norteamericana Mary Jo Bang (Missouri, 1946), en el escenario tras saludar con una encajada de manos a su predecesor, sobriedad que marcó en exceso, en el afán de ceder el espectáculo a la palabra desnuda, todo el acto comisariado por los sin duda sabios de la rima Sam Abrams y Ernest Farrés. Bang, más explícitamente politizada (“Tu votes però el vot no va enlloc”,en versión de Dolors Udina), disparó desde la onomatopeya de su apellido contra toda guerra, incluso a partir de imágenes casi dalinianas (“construcció de bombes i bany de sang. Mil milions de formigues en una graella”) y jugó con los monstruos del sueño de la razón de otro pintor, Goya, que mutó en una de sus composiciones en “El buit d ela raó produeix el buit”: “Dante a Virgili: ‘No puc suportar escoltar rés més’”.
Tampoco, ni antes con el comunismo ni ahora con los que quieren despeñar Rumanía por el mismo abismo de Ucrania, puede soportar escuchar según qué el irreductible iconoclasta Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), mirlo blanco de las letras de su país para el Nobel. Jugó, consciente de la musicalidad de su lengua y a lo mejor evocando sus anhelos de batería de banda de rock, con el ritmo el bardo rumano, cuyos sueños de juventud pasaban por salir con su enamorada Natalie Wood, una de las diversas referencias a la cultura occidental que salpicaban sus largos poemas en prosa, entonados en catalán por Xavier Montoliu. A pesar de que a él le tocara el inevitable graznido de un móvil (tres veces en su insistente llamada censora), hubo evocaciones de la gris Bucarest y el anhelo de alcanzar la luna y la pureza literaria, a pesar de sentirse alguna vez desfallecer (“ja no escriuré mai més tan bé, ja que aleshores / estaba sol, i no tenia televisió, ni tocadiscos, res / i embogia de solitud a la cambra buida”). En cualquier caso, como parecía señalar su camisa roja, todo se soporta menos lo que ya le soltó a su amada Natalie: “‘Enganya’m amb fets, però no amb el pensament’, nomès això li vaig dir”. Lo segundo en la vida siempre es innegociable.
De otro tipo de engaños y miedo, del que en muchos “se quedó acurrucado en la infancia”, versó la presencia de María Negroni (Rosario, Argentina, 1951), más hermética, metafísica, existencial, cuestionándolo todo, reforzando varias veces la duda de la vida (“alguien dice que no o que sí / o tal vez nada”), avisando de ese pavor que “come cosas/ que ni siquiera ve/ ladra / hasta no ser”, aunque ni que sea a saber por qué azar “no sé por qué / esta herida no me alcanza”.
Contrastó esa mirada con la más apegada a lo cotidiano, a lo terrenal, de la valenciana de adopción Anna Montero (Logroño, 1954), a la que tras volver a su Valencia querría despertarla de cierto letargo o deriva (“i em dol la teua desfeta en una guerra / que vas perdre de carrer en carrer”). Era la voz de alguien que lanzaba la poesía como mano tendida a su propio hijo, con el que nunca fue a un concierto de jazz “però sé que un dia / una música estendrà el seu pont / de llum entre tu i jo, / malgrat els oceans i les illes / entre tu i jo”. En estos tiempos, seis poetas lúcidos y su poesía, con sus resquicios de esperanza, por seis euros. Una ganga para todas las almas.
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