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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Gobierno de concentración

Resulta esperpéntico que esta gente, tan a menudo carne de banquillo, invoque la dignidad y la democracia

Con el aliento de la justicia en el cogote la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, se ha descolgado con unas declaraciones que sintonizan con la más estricta actualidad y merecen unas puntualizaciones. Ha dicho la veterana edil que “vivimos un clima de violencia social que va creciendo en espiral”. No es eso lo que se desprende de las memorias judiciales, informes policiales y el mismo sosiego o cabreo contenido de la calle, pero quizá se refiera a la violencia que conllevan los desahucios, el desempleo y la pobreza que padecen las más vastas capas sociales, sufrida, todo sea dicho, con asombrosa resignación. Pero no será eso, claro.

Más cierto es que la alcaldesa se apunta a esta no tan reciente tendencia avivada por los voceros mediáticos de la derecha que consiste en invocar un panorama sombrío y crispado que solo está en su imaginación y que sería premonitorio de un próximo fracaso electoral del PP. Ante tal eventualidad, y con la aparente bendición de las más altas instancias financieras, se estaría abonando un gobierno de concentración de los dos grandes partidos, receta que, como es sabido, apuntó sin ambages el gurú Felipe González en el curso de la entrevista que el sábado pasado concedió a Ana Pastor en la Sexta. Fuentes del PSOE —y Ximo Puig, en Valencia— rechazan rotundamente tal eventualidad, pero la semilla ya se ha sembrado.

La fórmula no solo garantizaría la preeminencia del partido conservador, que de este modo continuaría sine die en el pescante del poder, sino que también significaría —según dicen— un contundente freno al derecho a decidir de los catalanes y a la insólita emergencia de los partidos minoritarios que amenazan el bipartidismo instalado y bendecido desde el primer día de la transición. O sea, que mediante una poco ejemplar estrategia democrática se fumigaría a los pequeñines —o no tanto—, esos partidos que doña Rita ha descrito como corpúsculos que, además de asolar la ciudad —como la dama pronostica— ya han atentado contra la legitimidad en las Cortes valencianas. Y aquí, unas pocas palabras.

El incidente aludido, protagonizado días atrás por la diputada de Compromís Mónica Oltra en un pleno de la referida cámara, no debió acontecer y es penoso, pero hay que juzgarlo en su contexto, que no es otro que el de la indignidad —según palabras de la alcaldesa— que el PP ha entronizado en esa institución desde el primer día que la invadió a lomos de su mayoría absoluta. Y conste que nadie puede negar su legitimidad de origen. Ganó y bien en las urnas, pero perdió el oremus y la vergüenza en el ejercicio del poder. Confundió los votos con la patente de corso y no solo se ciscó año tras año en la oposición sino que le importó un pimiento que el partido se convirtiese en una ladronera que ha colmatado la capacidad de nuestro sistema judicial. Resulta esperpéntico, cuando no banal, que esta gente, tan a menudo carne de banquillo, invoque la dignidad y la democracia.

Y volvamos al comienzo, donde mentábamos el aliento de la ley en el cogote de la alcaldesa. No es una afirmación baladí. Se lo tiene ganado porque tanto el caso Nóos, vulgo Urdangarin, como en el escándalo de Emarsa —la empresa que gestionaba la depuradora de Pinedo— y sus procaces enriquecimientos, no se explican sin el concurso de su larga sombra edilicia. Podrá dudarse de sus implicaciones penales, pero son incuestionables las responsabilidades políticas, que también deben penarse.

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