Un garaje para treinta
Los australianos despliegan en familia su macarrónico repertorio, píldoras de tres minutos y tres acordes con poca música y menos afinación

La peor pesadilla de cualquier músico, un concierto con más personas sobre el escenario que entre el público, no estuvo lejos de hacerse real anoche en la Boite. Diego Costa era un oponente del todo inasumible para un cuarteto australiano recién mudado a Nueva York, perfectamente inédito por estos lares y con un nombre difícil de memorizar entre quienes no sean unos fanáticos de las telecomedias horteras de los ochenta. Y así, Scott & Charlene’s Wedding hubo de afilar sus guitarrazos ante un auditorio de 31 personas (incluido el arriba firmante). Un pase privado en toda regla que los de Melbourne resolvieron con resignación y dignidad: habiéndose cruzado medio planeta, qué menos que combatir las penas subiéndole el volumen a los amplis.
El cuarteto desgrana las historias cotidianas de Craig Dermody, un gamberrete de media melena que dio con sus huesos en la Gran Manzana y aún no sabe bien si anda fascinado o solo atónito. El rubiales lo certifica con genuina tosquedad, sin florituras ni virguerías, encadenando ruidosas canciones de tres minutos y otros tantos acordes.
Craig es vocinglero, amigo de mascullar y nada respetuoso con los cánones de la afinación occidental. Gammy leg parte de un riff resultón y Spring Street, un paseo evocador sobre parejas que se fueron al garete, pretende ser una versión pedestre y marrullera del Dylan más neoyorquino (salvando, claro, unos cuantos años luz de distancia). La más curiosa del lote es 1993, por aquello de la temática: una épica final de la NBA. Ah, esa seducción universal de la mitología yanqui.
La sesión garajera (un garaje para treinta) concluye a los 44 minutos, sin bises, con una macarrónica lectura de Karen, de Go-Betweens, por aquello de hacer patria. Dermody resulta creíble botellín en mano, pero su aspereza musical no le hace candidato a sucesivas visitas. Incluso sin Champions.
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