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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más alicatado

Visita obligada, dicen las guías. ¿Qué espacio queda para el placer de andar, de deambular, en la ciudad?

Dura vida la del turista. La jornada del excursionista occidental es agitada. La del oriental, un frenesí. Delante del Beaubourg, pescamos al azar una frase : “Entramos ahora y nos lo quitamos de encima”. El recorrido por el museo de prestigio se ha convertido en una carga añadida a la observación de los grandes monumentos. Nunca olvidaré la frase de una señora a la salida de la biblioteca de Ahmet III, en el palacio de Topkapi. Sus compañeros de grupo esperaban fuera con cara de agotamiento y una mirada interrogadora. ¿Vale la pena que entremos?, parecían decirle. Ella, andaluza, no se anduvo por las ramas: “Más alicatao”. El veredicto era inapelable, el grupo dio media vuelta y siguieron con la visita al palacio estambulí, donde seguro vieron más muros de azulejos esmaltados.

Visita obligada, dicen las guías. ¿Qué espacio queda para el placer de andar, de deambular, en la ciudad? Quizá el turismo sea eso, comprobar que lo que dicen las guías, o el reportaje visto en televisión, es real, que existe. Y luego certificar, mediante la fotografía de rigor, que uno ha estado allí. Luego, a la vuelta, viene el examen de amigos y conocidos: ¿viste esto? ¿y lo de más allá? ¿subiste allí?… Por eso, tal vez, el parque temático sea más auténtico, indudablemente más eficaz y desde luego menos extractivo para la ciudad real que el turista ocupa y que, quiera o no quiera, transforma en un gran parque temático, con su presencia, sus vestimentas de explorador, sus cámaras y sobre todo con el dinero fresco que va soltando. Esos pasos reiterados, pautados por las guías, y el consumo que generan, transforman unos comercios que se adaptan a la demanda de los que transitan esas calles, ayer llenas de tiendas oscuras, de bazares misteriosos, locales de oficios cotidianos o extrañas boticas, que van desapareciendo transformadas en uniformes tiendas de ropa de marca o, en el mejor de los casos, en ese revival tan de nuestros días del comercio vintage.

Más allá de los museos, en París, Roma o Nueva York, es la propia ciudad la que se museifica, primero en torno a los grandes monumentos para luego extenderse como una mancha de aceite que va invadiendo unos barrios y otros. Es un proceso complejo, en el que no solo interviene ese turismo exterior, sino también de manera muy determinante esa apropiación del barrio popular que los urbanistas llaman la gentrificación, el desplazamiento de los habitantes tradicionales a medida que se regeneran sus edificios y son ocupados por ciudadanos más pudientes. Con las obras no son las mismas gentes las que se van que las que vienen. Entonces, una vez rehabilitado el barrio, ayer decrépito hoy coqueto, cae sobre sus calles y plazas el asalto del turismo. Y mal que les pese, los nuevos habitantes tienen que cargar con ese castigo, convertidos ellos en figurantes de esta nueva atracción del parque temático de la ciudad.

El fenómeno también se puede observar aquí en Valencia, aunque no sea una gran ciudad y todo sea más cutre. Algo de eso pasó con el barrio del Carme y está pasando en Russafa, aun a pesar de las promesas incumplidas del Parque Central. Eso sí, la señora andaluza que visitaba Estambul cuando venga a la Ciudad de las Ciencias y mire la ópera de Calatrava, en lugar de decir lo de “más alicatado”, dirá “vaya desconchao”.

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