¿Un solo pueblo?
La independencia solo podría consumarse contra una parte muy importante de la sociedad catalana
La crisis en la que el PSC vive sin vivir en él estos últimos meses ha motivado un sinfín de artículos que intentan diagnosticar las causas de esa desazón y proponer los remedios adecuados. Los más enternecedores son los escritos por quienes nunca vieron a los socialistas sino como rivales, cuando no enemigos, y ahora dicen lamentar que el PSC ya no represente como solía la pluralidad identitaria de la sociedad catalana. No añaden, claro, que tal situación es el resultado inevitable del llamado “proceso”, que consiste fundamentalmente en dividir a los catalanes en dos grupos sin línea de intersección posible entre ellos: independentistas y unionistas.
En algún momento alguien deberá estudiar el portentoso proceso mediante el que la fuerza política mayoritaria del catalanismo se hizo el haraquiri. Sorprendentemente, mientras el PSC se ha visto forzado, con gran desgarro interno, a adelgazar su capacidad de representación social, CiU ha decidido hacerlo por su gusto. Y a la vista de las encuestas, con gran éxito. Mientras, la convivencia de federalistas e independentistas en ICV-EUiA no permite a la coalición más que mantenerse en la indefinición. Y es que la cohabitación en un solo partido de autonomistas, federalistas e incluso independentistas solo es posible en un contexto en el que no se tenga que decidir. Ejercer el “derecho a decidir” supone, inevitablemente, acabar con la biodiversidad nacional en el seno de las organizaciones políticas, aunque a algunos, a la vista está, eso les vaya de maravilla.
Durante la transición, la nueva Cataluña se construyó sobre un pacto implícito que compartieron CiU, el PSC y el PSUC y que suponía, en el plano nacional, la aceptación de un marco de relaciones políticas con el que nadie estaba del todo satisfecho pero que permitía a todo el mundo sentirse razonablemente cómodo. El acuerdo presuponía la idea de un solo pueblo cuyos miembros estaban dispuestos a construir un futuro en común pese a tener lengua, cultura y vínculos sentimentales con el territorio diverso. Eso es lo que permitió que ardientes catalanistas pudiesen convivir en un mismo partido con otros menos entusiastas e incluso con muchos que siempre recelaron de las excesivas dosis de nacionalismo que creían ver en los dirigentes y en los programas de sus formaciones. Fuera de esa centralidad se situaban quienes por uno u otro extremo soñaban con una imposible Cataluña homogénea, sin rastro de la nación rival. Casi nada va quedando hoy de todo aquello por obra y gracia de todos un poco, aunque con especial protagonismo de los genoveses en el destrozo.
Últimamente, el Consejo Asesor para Transición Nacional (CATN) nos viene regalando una serie de informes sobre el futuro de una Cataluña independiente. Más allá del abundante wishful thinking de esos informes, creo que el CATN no se ha parado a considerar todos los efectos que podrían derivarse del éxito del “proceso”. Por ejemplo, que una de las consecuencias de una independencia no pactada (la única que parece posible) sería el fin de aquel proyecto de un pueblo catalán unido. Ese sueño solo es posible sobre la base de las concesiones mutuas, lo que a su vez, guste o no, ya solo es pensable en un marco estatal de corte federal. Por el contrario, la independencia solo podría consumarse contra una parte muy importante de la sociedad catalana, que todas las encuestas sitúan cerca, si no por encima, de la mitad de la población.
No es difícil imaginar qué paisaje generaría una situación así. Suponiendo que las enfáticas declaraciones de fe en la democracia de los secesionistas no se tradujeran tras la independencia en la negación de los derechos políticos a una parte relevante de la población (como ocurrió en los países bálticos), no es descabellado pensar en la aparición de una especie de Partido Nacionalista Español que aglutinase al hoy electorado del PP y de Ciutadans, así como a una parte del socialista, y que podría cosechar fácilmente en torno al 25 % de los votos, lo que haría de él como mínimo la segunda fuerza parlamentaria catalana. Ciertamente, ese partido no tendría opciones de llegar al gobierno, pero piénsese en su capacidad de desestabilización política, de impugnación, por ejemplo, del ordenamiento lingüístico escolar apelando a los derechos en esa materia de los castellanohablantes, que podrían reivindicarse entonces como una minoría nacional del nuevo estado y exigir los derechos que en cuanto tal le otorgaría la legislación internacional. Y piénsese, sobre todo, en su condición de partido imprescindible para articular mayorías en el parlamento, salvo que lo que ahora son la derecha y la izquierda independentistas optaran por pactos de gobierno permanentes. Claro que eso significaría el fin de la política entendida en términos de derecha e izquierda, su sustitución por la confrontación exclusivamente nacionalista e identitaria, y el fin, por tanto, de la posibilidad de cualquier proyecto de emancipación social.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.
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