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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Catalanes contra el invasor

Para voces destacadas de ERC las identidades compartidas no son tan legítimas como la suya, la única

La imposibilidad de ser a la vez catalán y español es una tesis tan radical que incluso va más allá de los postulados independentistas. Representaría asumir que existe una severa incompatibilidad entre identidades. Tal incompatibilidad no es aceptada por muchos ciudadanos de Cataluña. De los riesgos de marcar un territorio de incompatibilidad entre identidades se ha percatado incluso ERC. Las encuestas indican que un amplio sector social recela de las imposiciones o circunstancias de exclusión que podrían darse en una Cataluña independiente. Oriol Junqueras ya se expresó filo-español en TVE. Cualquier día hará algún otro gesto para calmar los recelos de quienes, especialmente en el cinturón de Barcelona, ven el proceso con recelo.

Los votos del cinturón metropolitano bien merecen una misa, aunque no sea fácil disimular tantas proclamas fundamentalistas y la sospecha metódica ante la existencia de toda identidad distinta a la catalana. En plena campaña para las elecciones europeas, el candidato de ERC dice creer en la unidad del ser humano y no en que sea normal que los ciudadanos actuales tengan muchas identidades simultáneas. Ahí la incompatibilidad se da entre lo que dice el candidato y lo que quiere dar a suponer el líder. Puede aventurarse que los dos comparten la misma y única identidad pero uno se dirige a su electorado natural y el otro intenta entrar en otros caladeros.

No está de más preguntarse porqué se propone una ruptura con España cuando se la aprecia tanto, como dice Oriol Junqueras. En el fondo la cuestión es otra porque la evidencia cotidiana es que uno puede tener las identidades que asuma o elija, según sus modos de pertenencia. Para voces destacadas de ERC las identidades compartidas no son tan legítimas como la suya, la única. Desde esta perspectiva se ha llegado a decir que el caso de la múltiple identidad “hasta hace poco lo trataban los psiquiatras” y todavía lo tratan.

Si se aplica ese criterio, media Cataluña ha de pedirle hora al psiquiatra, porque en la sociedad catalana lo más notorio son las identidades compartidas. Dada la situación del sistema sanitario después de los recortes presupuestarios, las listas de espera van a prolongarse hasta más allá de los umbrales de una improbable secesión. El diagnóstico sobre la imposibilidad de ser catalán y español a la vez pudiera colapsar la capacidad asistencial del Estado de Bienestar en Cataluña.

Por supuesto, hay otros modos de verlo. En su espléndida intervención en el debate parlamentario al que Artur Mas prefirió no asistir, Alfredo Pérez Rubalcaba dijo que su partido, el PSOE, defiende un modelo de España en el que todos los ciudadanos se puedan sentir cómodos con su propia identidad: “No creemos en un proceso en el que a esos que se sienten más catalanes que españoles o al revés se les obligue a elegir entre ser españoles o catalanes”. Pero así es como se percibe en las encuestas el hervor independentista, como un proceso de exclusión de las identidades compartidas.

Ha habido varios intentos de amalgamar catalanismo y liberalismo. Era factible pero fueron oportunidades perdidas, entre otras cosas porque el salto del catalanismo al nacionalismo irredentista acababa por contraponer la idea liberal a la idea absoluta de la nación sojuzgada. El nacionalismo pretende no solo ofrecer más felicidad que nadie sino que configura una versión única de la felicidad. Por el contrario, el liberal —como dice Dahrendoff— es capaz de reconocer la enorme multiplicidad de deseos y modos de vida de los seres humanos, al tiempo que detecta los peligros que implica crear o garantizar la felicidad para todos. Es decir: las ligaduras configuran los puntos de referencia mientras que las opciones exigen tomar decisiones, hacer elecciones. La propuesta secesionista es unidimensional porque va más allá del deseo de pertenencia y arraigo, propugnando un futuro colectivo cuya descripción es por ahora muy imprecisa, más allá también del equilibrio tan aconsejable entre vínculos y opciones.

Pocos personajes representan la Cataluña ilustrada con más credibilidad que Antoni de Capmany. Con la invasión napoleónica, nadie increpó al invasor con más pasión que Capmany, aquel moderado heredero de la Ilustración, historiador de la economía catalana, enemigo de la Inquisición, defensor racional de los intereses económicos de Cataluña y, por tanto, de la conveniencia del comercio por tierra y mar. Sus alegatos anti-napoleónicos repercutieron de forma significativa en la resistencia masiva de los catalanes a la invasión.

Es un caso ilustre de identidades compartidas. Del mismo modo, Campany fue unos de los padres de la Cataluña moderna. Acudió lealmente a las Cortes de Cádiz para propugnar las ideas de Jovellanos, siempre desde una concepción en la que Cataluña estaba muy presente. Incluso en su lecho de muerte, Capmany quería conocer las últimas resoluciones parlamentarias. Ahora, en un desplazamiento de política-ficción en el tiempo, a Capmany también habría que enviarle al psiquiatra.

Valentí Puig es escritor.

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