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OBITUARIO

Armando Raposo, el ‘piloto’ del botafumeiro

Capitaneaba el gran incensiario de la catedral de Santiago

Los Reyes contemplan en 2010 el trabajo de Armando Raposo, "tiraboleiro" mayor de Santiago.
Los Reyes contemplan en 2010 el trabajo de Armando Raposo, "tiraboleiro" mayor de Santiago.LAVANDEIRA (EFE)

Armando Raposo respondía a la mitad de la mitad de las preguntas. El resto del cuestionario lo despachaba con rodeos, ironías y medias sonrisas. Conocía la importancia del silencio y cultivaba el arte de saber callar después de haberlo visto casi todo. A su hijo, al que preparó como sucesor a pie del altar durante los últimos años, también le inculcó la necesidad de ser discreto para perdurar. Raposo, que falleció el domingo pasado cumplidos los 83 años, era desde 1964 el tiraboleiro mayor de la Catedral de Santiago, es decir, el jefe de los turiferarios, el señor del incienso que en esta basílica se consume a mansalva y de forma espectacular. Porque pocas palabras definen mejor que la de espectáculo el rito de hacer volar el botafumeiro, un vaivén por el transepto a 68 kilómetros por hora que ha permitido fotografiar con cara de pasmo a toda clase de personalidades planetarias, asistiendo boquiabiertas al memorable baile del incensario gigante.

Raposo era consciente de su poder en la casa. Conocía hasta el último escondrijo de este templo laberíntico, y también todos sus secretos. Tras el escándalo del robo del Codex Calixtinus todavía se volvió más reservado. Intentaba mantenerse al margen del oscuro episodio, aunque también, como casi todos en la catedral, fue investigado. “¿Y si en vez de llevarse el códice se hubieran llevado los huesos que la Iglesia Católica atribuye al apóstol?”, le preguntaron un día. Él, con esa sonrisa tan suya, muy en bajito y como de broma, respondió: “Si pasase eso, aquí se les acababa la bicoca”.

Raposo entró al servicio del cabildo en 1950 y ya entonces aprendió el secular oficio de tirar de la recia maroma que impulsa el botafumeiro. Quince años más tarde alcanzó el puesto de piloto, y desde entonces marcó el ritmo de los ocho hombres que hacen falta para controlar el proyectil. Sus conocimientos del efectivo mecanismo compuesto de incensario, contrapesos, cuerda y un sistema de tambores que giran sujetos al cimborrio fueron reflejados en un par de estudios por Juan Ramón Sanmartín, catedrático de Ingeniería Aeronáutica en la Politécnica de Madrid. El tiraboleiro mayor guardaba en su taquilla aquellos trabajos científicos cargados de ecuaciones, los únicos que consideraba “autorizados” en la materia, y solo se los enseñaba a aquellos que demostraban verdadera admiración por su trabajo.

La investigación llevada a cabo por Sanmartín reveló que el botafumeiro puede ser un arma peligrosa sin una mano maestra que lo maneje. Con sus 62 kilos de latón bañado en plata, en cada desplazamiento por los brazos del crucero este invento que en el medievo servía para desinfectar y tapar el mal olor que traían los peregrinos recorre 65 metros sobre las cabezas de la gente, describiendo a toda velocidad un arco de 82 grados. A nadie un poco avisado se le ocurre cruzar el altar mientras se completa, sonando al órgano el himno del apóstol, la sucesión de 17 “ciclos” o vaivenes del ritual. Raposo, que vio cómo el aparato rompía tres costillas a un acólito y la nariz a un turista alemán, era siempre el encargado de frenarlo cazándolo en pleno vuelo. Al ver a aquel hombre pequeño dominando el artefacto, el público estallaba muchas veces en aplausos.

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