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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cultura, ni terapéutica ni recreativa

La cultura se ha convertido en mercancía cuyo sentido de uso ha dejado de estar en manos de los usuarios

Manuel Cruz

Quienes se dedican a alguna disciplina perteneciente al ámbito de las Humanidades acostumbran a reivindicar el valor de la misma sobre el trasfondo de una concepción general de la cultura que no siempre terminan de explicitar. Sin embargo, es dicha concepción —habitualmente trufada de tópicos acerca de la importancia de la dimensión espiritual de los individuos o de la educación, junto con otras bienintencionadas consideraciones análogas— la que carga de sentido y fuerza a los argumentos reivindicativos. Consideraciones todas ellas que de un tiempo a esta parte parecen haber chocado de bruces con la realidad.

 Así, el joven licenciado en Letras que entra a trabajar en una productora audiovisual o en un gran grupo editorial, suele verse asignado a un departamento en cuyo rótulo de entrada figura la expresión producción de contenidos, circunstancia que, lejos de resultar meramente anecdótica, tiene mucho de sintomática. En efecto, los contenidos que nuestro protagonista pueda aportar —en contra de lo que acostumbra a suponerse en una concepción tradicional de la creación cultural, que los toma como el elemento primordial— no constituyen aquí el punto de partida, el origen del proceso. Con lo que se espera más bien que contribuya es con el relleno de un producto que ha de existir en cualquier caso, resultando irrelevante a tal fin que, si hablamos del sector audiovisual, las propuestas que presente en las reuniones del comité correspondiente sean la de una serie para televisión sobre la vida cotidiana de nuestros antepasados en las cavernas, sobre las Cruzadas o sobre los filósofos españoles actuales, o, por el contrario, se incline por sugerir una serie más o menos costumbrista sobre los disparatados conflictos de una comunidad de vecinos, un programa concurso para descubrir nuevos valores de la canción o una tertulia de debate político en el que periodistas de signo ideológico opuesto se interrumpan permanentemente fingiendo discutir sobre los sucesos más relevantes de la semana.

No se trata de escandalizarse, a estas alturas, por la mercantilización de los productos culturales, y, menos aún, de lamentar elegíacamente la pérdida del aura de sacralidad de la que antaño parecía venir nimbada la cultura. Lo que importa resaltar del hecho —constatado hasta el hartazgo— de que dichos productos se hayan convertido en mercancías no es tanto que, en cuanto tales, su realidad se agote en su valor de uso como que el sentido de dicho uso hace tiempo que dejó de estar en manos de los propios usuarios, para pasar a venirles dado a estos desde fuera.

Se me permitirá que refiera una anécdota que constituye, a mi juicio, una reveladora metáfora de lo que nos está pasando. Escuchaba el otro día un programa de radio en el que se abordaba la cuestión de la legalización de las drogas, y constataba que todos los entrevistados aceptaban, sin discutirla, la distinción entre “uso terapéutico” y “uso recreativo” de las mismas. Reconozco que me llamó la atención, además del empleo del adjetivo recreativo, su contraposición a terapéutico. Preferir esta última a la contraposición necesidad/placer, por mencionar la que hasta ahora tendía a ser más frecuente en contextos análogos, está lejos de constituir algo banal. Así, lo necesario se vincula ahora a la terapia, que es cosa de expertos (los terapeutas de lo que sea), en tanto que el placer ha perdido su antigua condición de espacio privilegiado en el que tenía lugar la emergencia de la intensidad, de la pasión, incluso del exceso, para quedar devaluado al rango de aquello que simplemente entretiene.

El desplazamiento de la contraposición constituye en sí un expresivo indicador del radical empobrecimiento de nuestra experiencia, característico de la época que nos ha tocado vivir, al tiempo que una clarificadora metáfora de la lógica que ordena la realidad actual. Nada queda fuera de la disyuntiva entre lo terapéutico y lo recreativo: ningún otro uso de los productos a nuestro alcance parece ya pensable. Son estos supuestos los que han acabado por fagocitar a la propia cultura, subsumida también bajo este esquema. A terapéutico (esto es, a útil para remediar nuestros males, sean estos cuales sean) solo puede aspirar el conglomerado científico-técnico, incluyendo en él la variante más cuantitativa de alguna ciencia social. El resto, con las Humanidades en lugar muy destacado, no pueden pretender como mucho otra cosa que el estatuto de lo meramente recreativo.

Está claro: la cultura humanística tiene un severo problema. Pero mayor aún es el problema de esta sociedad biopolitizada y triste, que confunde la cura con el conocimiento (acaso porque nos tiene a todos por sospechosamente enfermos) y el entretenimiento con la felicidad (acaso porque el presente orden social se ve incapaz de ofrecer un ideal de vida mínimamente feliz para todos). Por eso, entretanto no se produzcan las transformaciones en la esfera social y política que pongan fin al imparable proceso de arrinconamiento de todo lo que huela Humanidades, intentemos al menos cambiar la relación que mantenemos con sus obras. ¿Qué tal inspirarnos en Kant y empezar a tratarlas como fines en sí mismas, y no como simples medios, a ver qué pasa? Si se le hace difícil pensarlo, señal de que estamos en el buen camino.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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