El tren de la vida

Este tan bonito y exquisito como innecesario espectáculo es la metáfora viviente de lo que pasa cuando se tienen solventes presupuestos (eso es cosa de aquella Europa, aquí no) y a alguien le da por rizar el rizo. El filmado o directo, la película, es en sí muy agradable y poético, pero resulta cansino y hasta epatante, demostrativo de pericias y talentos varios, ese corre-corre del making-ofen vivo, que no aporta demasiado al meollo, en sí sustancioso de la propuesta, y cuyos pilares son sus textos.

La obra habla del tren de la vida, de lo que se dejó atrás, de la remembranza si bien proustiana, a la vez descarnadamente triste. La voz del narrador habla de que “al inicio de algo creemos que no va a terminar…”, pero se imponen unas circunstancias a veces terribles y otras perfumadas por un surrealismo de horizonte tranquilo (que de hecho hace pensar en Magritte y en el a veces más inquietante Delvaux, por citar dos grandes de la tierra de los sagaces inventores de esta pieza).

Hay momentos más inspirados que otros, que consiguen, en la pantalla, arrobar al espectador, como cuando suena el canto funerario a Britten de Pärt o el aria Lascia ch'io pianga de Handel. Al final, el breve dúo en cuerpo real de los dos protagonistas quiere cerrar un círculo, bajar de la nube surreal a un público que se sintió (y se vio) entregado a la propuesta.

También es exagerado entender la nanodanza como un género en sí mismo, pues a la postre, no deja de ser un brevísimo recurso tan visual como, hasta lo visto, limitado. Y debe reconocerse el duro trabajo de coordinación, tempo real con tempo coreográfico y de cámara, que logra el equipo.