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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Suárez y Aznar, ¿correligionarios?

Que Aznar se presente hoy como émulo, heredero y hasta guardián del espíritu de Suárez es una enorme impostura

Resulta habitual que el deceso de un personaje público provoque elogios generalizados, incluso por parte de quienes en vida le denostaron. Y también es común que, con las condolencias, muchos intenten tirar del cadáver hacia su causa, de apropiarse o capitalizar el legado del muerto. Todo esto acaba de ocurrir a raíz del fallecimiento de Adolfo Suárez. Hemos leído a Alfonso Guerra —quien tachó al Suárez gobernante de “tahúr del Misisipi”— evocarle ahora como “un hombre joven, atractivo, sereno, moderado, seductor”, dotado de “valentía, prudencia y poder de convicción”. Y hemos visto también la memoria de Suárez convertida en elíptica arma arrojadiza entre el presidente de la Generalitat y los defensores más celosos del statu quo político español.

Hubiera sido preferible evitarlo, sin duda. No obstante, ningún socialista ha insinuado que, de hecho, Suárez y el PSOE tenían los mismos objetivos, o que Felipe o Zapatero inspiraron sus presidencias en el ejemplo del abulense. Y ningún nacionalista catalán ha pretendido que Suárez era partidario de la libre determinación de los pueblos. Una audacia de tal calibre estaba reservada para José María Aznar.

En su artículo publicado el pasado lunes en este y otros diarios, el actual presidente de FAES no se limitaba a las previsibles alabanzas póstumas sobre “la inteligencia política, el compromiso cívico, el patriotismo y la generosidad (...), la grandeza de Adolfo Suárez”. Tras recordar —mirando ceñudamente hacia la izquierda— que, “a la muerte de Franco no fueron pocos los que pretendieron iniciar un camino rupturista y desintegrador”, Aznar abrazaba con fervor el rumbo que Suárez y los suyos imprimeron a la Transición. Y luego procedía descaradamente a apropiárselo. Vean: “Conocí a Adolfo y fui su amigo. Traté de seguir su ejemplo; (...) y me hice voluntariamente —como tantos— legatario suyo, una de las mejores decisiones de mi vida política (...). Creo que las cosas que he podido hacer bien deben mucho a lo que aprendí de él (...). He creído siempre en un proyecto de integración ideológica y personal, que, a mi juicio, y bajo esa inspiración, bien puede reclamarse heredero de lo que Adolfo Suárez quiso para España”.

¿Aznar, discípulo, legatario, heredero político de Adolfo Suárez? Desde luego, nadie lo hubiese dicho en 1978-79, cuando el flamante inspector de Hacienda entró a militar en una Alianza Popular que atribuía su fracaso del 15-J-77 a “la colusión del Gobierno Suárez con la izquierda en contra nuestra” (son palabras de Manuel Fraga). Si la piedra angular de la obra de Suárez —tal como ha repetido estos días todo el mundo, incluido Aznar— fue la Constitución de 1978, ¿cómo puede ser discípulo suyo quien propugnó el voto negativo o la abstención a la Carta Magna, por recelo ante su Título VIII?

En 1979, Aznar lamentó que “las calles dedicadas a Franco y a José Antonio lo estarán a partir de ahora a la Constitución”

Desde luego, los lectores del diario La Nueva Rioja que, el 13 de febrero de 1979, paladearon una pieza de opinión donde se arremetía contra el “llamado consenso”, se descalificaba el proceso constituyente por opaco y de resultado ambiguo y se intentaba asustar a “aquellos que se sienten atraídos por ideales nuevos y por soluciones moderadas y reformistas”, esos lectores no creyeron que el desconocido firmante, un tal José María Aznar López, fuese un abnegado defensor del presidente Suárez. Tampoco unos meses después, cuando, tras las elecciones municipales de aquella primavera, el mismo articulista lamentó que “las calles dedicadas a Franco y a José Antonio lo estarán a partir de ahora a la Constitución”.

No, no fueron pecadillos de juventud. Tras haber calificado de “charlotada intolerable” el sistema autonómico, un Aznar convertido ya en dirigente nacional de AP siguió propugnando la reforma del Título VIII de la Constitución por lo menos hasta 1982, lo cual no parece mostrar demasiado respeto por la Transición suarista. En cuanto a las relaciones políticas con Adolfo Suárez, Alianza Popular vio la caída de este como una circunstancia favorable a la configuración, entre UCD y AP, de la mayoría natural que Fraga predicaba. Y la fugaz resurrección política de Suárez entre 1986 y 1990, a bordo del CDS — “la bisagrita de Suárez”, lo llamaron los aliancistas— fue acogida desde la calle Génova con enorme hostilidad, como un obstáculo más en el interminable camino hacia La Moncloa.

Así pues, que Aznar se presente hoy como émulo, heredero y hasta guardián del espíritu de Suárez constituye una enorme impostura, solo imaginable en un país sin memoria. Lo que AP y Aznar hicieron fue comprar, en diversos lotes, los restos del naufragio de la Unión de Centro Democrático y de sus partidos sucesores. Restos, eso sí, debidamente depurados de cualquier defensor genuino del centrismo y la concordia (y si no, que le pregunten a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón). Esto, y fichar en 2002 al primogénito del duque para la fracasada aventura castellano-manchega, lo cual permitió arrastrar al expresidente a algún acto electoral y fingir ahora que era del PP.

¿Aznar, discípulo de Suárez? Allá en su tumba de Perbes, don Manuel Fraga debe de mascullar: “¡Ingrato!”.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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