Prohibido escupir
Llegó un momento en que aprendimos que la rebeldía no está reñida con las buenas maneras
Llevo 14 años escribiendo sobre las Fallas, sobre el disgusto que me provocan. Lo lamento, sí. Conozco a gente sensata que celebra las fiestas con respeto. Pero veo también, cada vez más, un salvajismo creciente. ¿Acaso entre los turistas que nos visitan? Ciertamente hay forasteros que creen que todo está permitido, pero el mal ejemplo lo dan los nativos.
Hay valencianos que, despreciando la ciudad, ensucian rabiosamente el entorno urbano, como si todo fuera un estercolero. Hay naturales que revientan botes y botellas con explosivos peligrosos: engreídos, satisfechos quizá de su hazaña. Hay discomóviles que rebasan todo límite, todo decibelio: pinchadiscos improvisados atormentan hasta la madrugada a vecinos pacíficos, a abuelitos. Las asquerosidades y desechos tapizan las calles más concurridas; los alcoholes y micciones riegan las calzadas y veredas; la impresión general es la de pringue: como si efectivamente la materia y los efluvios se te quedaran pegados a la suela del zapato y a las telas y entretelas de tu cuerpo.
Por supuesto, yo tiré pequeños cohetes siendo niño, aquellos diminutos explosivos, envueltos en cartón verde oscuro y con un mecha suficiente. Nuestra mayor gamberrada era hundir algún petardo en la boñiga caliente de una caballería o en el excremento ya reseco de un perro. Encendíamos la mecha y nos alejábamos rápidamente, hasta una distancia prudente. Allí esperábamos a que explotara, con el consiguiente esparcimiento: léase esto en todos los sentidos. Yo también canturreé con alegría infantil la música verbenera que amenizaba mi calle de la mañana a la noche. Eran unos altavoces tan malos que reverberan, siendo difícil averiguar cuál era la copla que sonaba. Sonaba es un decir. En fin, yo también rocié los rincones de mi calle con la meada perentoria.
Entonces, el mundo era reciente y nos faltaba educación. Pero sobre todo nos faltaba una percepción de lo que no era correcto. Si había que escupir, se escupía, y si había que mear, ya digo, se meaba. ¿Era por falta de civismo? Por supuesto, aunque había una cierta rebeldía instintiva frente a la rigidez de nuestros mayores y el miedo que nos provocaban aquellas autoridades de bigotillo ralo o fino. Pero llegó un momento en que aprendimos y confirmamos que la rebeldía no está reñida con las buenas maneras.
Un día, yo tuve una revelación. Era en verano, hacia 1968. Regresábamos a casa en el autobús de la línea 70, por entonces recién creada. Me fijé en un cartel que allí figuraba: “Prohibido escupir”. Razoné. Si quedaba prohibido escupir, eso quería decir que desde entonces estaba mal visto y que hasta entonces no había parecido una cochinada. A partir de aquel día, el mundo avanzó, mejoró: yo confundía mis avances personales con las mejoras generales de la humanidad.
Ahora el Gobierno de la Generalitat quiere introducir una asignatura de tradiciones valencianas para los mozalbetes. En la clase de prácticas les propongo recuperar viejos desenfrenos de los naturales: escupir, mear en las calles, regar con alcoholes, detonar grandes explosivos. “Todos queremos pólvora”, dijo la alcaldesa en 2007, “y para los niños, también”. ¿Pólvora? Y orines y alcoholes y escupitajos.
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