Un golpe de memoria

El futuro se ignora, pero el pasado está sujeto a interpretaciones y conjeturas. En El arte de la entrevista, Cecilia le hace una interviú en vídeo a Rosa, su abuela (que está perdiendo la memoria), para unas prácticas escolares, y descubre que lleva cuarenta años callando un episodio que cambió el curso de la vida familiar. Ahora, con una cámara delante y un auditorio potencial inesperado (su nieta debe colgar la entrevista en la Red, para comentarla en clase con sus compañeros y el profe), Rosa cree que llegó por fin el momento de expresarse libremente, por mucho que eso incomode a Paula, la mayor de sus gemelas, con la que vive.

El cuarto personaje en discordia, Mauricio, terapeuta que viene a estimular las capacidades cognitivas y las declinantes habilidades psicomotrices de Rosa, simboliza el aire fresco que corre al otro lado de la valla coronada de enredadera (otro símbolo, obsequio de Elisa Sanz) del jardín familiar. En el curso de esta comedia dramática sobre las afinidades electivas, las relaciones viciadas y la memoria familiar, cuya intriga dosifica con pericia Juan Mayorga, sus cuatro protagonistas van rotando por los papeles de entrevistador y entrevistado para ofrecer una polifonía de puntos de vista a través de diálogos ágiles y verosímiles, que conducen a un final abierto harto elocuente.

No obstante la oportuna reflexión a la que Mayorga invita mediante una trama atractiva y bien construida, en el curso de esta hay una contradicción angular que hace a la postre escasamente verosímil la conducta de Paula: sabiendo lo que ella sabe, ¿por qué invita a su hija a abrir la caja de los truenos, para intentar cerrarla luego a toda costa? Si es por desliz, resulta inconcebible en quien ha sabido tener punto en boca en las situaciones más difíciles durante décadas: parece más bien un truco del autor para poner en marcha una peripecia que más adelante (durante la entrevista que le hace a Rosa) vuelve a obligar a Paula a comportarse de forma del todo inconsistente, a la luz de lo que al final sabremos. Esto, disculpable en las comedias ligeras o de enredo, cuya única pretensión es entretener (La huella sería el paradigma de la acumulación de sucesos increíbles al servicio de una trama trepidante), en esta, donde se tocan temas sensibles, en la linde del teatro de ideas, deja un retrogusto extraño, como unas gotas de caldo de pescado en un puré de carne.

Pero eso no impide que la función entretenga y dé qué pensar, y que sea una ocasión que ni pintada para admirar el trabajo de Alicia Hermida (una Rosa encantadora, frágil como hilo de cristal, pero soberbia en el fondo), Elena Rivera (la dulce, camelista y coqueta Cecilia), Ramón Esquinas (el sembrador de valores, todo mano izquierda) y Luisa Martín, cuya actitud, tono y presencia, magníficos, consiguen que pase inadvertido lo deficientemente cimentada que está la sucesión de conductas de Paula.