El guardián de las canónicas esencias
El británico conserva a los 80 años un punteo guitarrístico nervioso y excitante, reminiscencia de aquel 1966 en que él y Clapton acariciaron la estratosfera
Pocos hijos del imperio británico tienen tan merecido el apelativo de leyenda, el mismo que utiliza la cerveza patrocinadora, como ese octogenario sabio y afable que anoche reventó el Lara y puso a prueba la resistencia noctámbula de sus seguidores. Legendario pero mundano, a John Mayall no le importó apurar hasta casi las once firmando ejemplares de su inminente A special life en el recibidor del teatro y repartiendo sonrisas y parabienes ante una maraña de móviles. Llegado el momento de encaramarse a las tablas, el fundador de los Bluesbreakers se aplicó con esa serenidad que solo otorga el prolongado magisterio: la camisa por fuera, el cuero cabelludo menguante pero con una orgullosa coleta en la nuca, la sonrisa infalible. Y sendos cuadernos con las letras en sus dos teclados: buena gana de pasar un mal rato por culpa de una amnesia inoportuna.
Mayall dispone de hueco holgado en el Olimpo del blues eléctrico, aunque casi más en calidad de mentor (Clapton, Green, Taylor) y guardián de las canónicas esencias que como intérprete en sí. Bien pensado, suma unos 60 discos pero ningún éxito, y las grabaciones de las últimas cuatro décadas quedan lejos del fulgor inicial. Su voz nunca se ha caracterizado por una gran corpulencia, así que la conserva en estándares agradables, más correcta que característica. Los dedos ya no corren veloces por el Roland. Pero cuando el de Cheshire sopla la armónica o empuña la guitarra, aquel chispazo vivaz e incontenible de los viejos tiempos repercute sobre cada médula espinal del auditorio.
El arranque (Nothing to do with love) es consuetudinario y ninguna pulsación en el solo del guitarrista Rocky Athas induce a la ceja arqueada, como una interrogación ante lo impredecible. Los punteos de Mayall, nerviosos y picados, sí que provocan una excitación mucho mayor; más aún cuando picotea en el mástil (Give me one more day) para generar un sonido tan sibilino como el de un enjambre de abejas. El jefe recala en repertorios venerables (Albert King, Sonny Boy Williamson) y en un Dirty water espléndido, pese a la insuficiencia vocal, hasta que All your love y su excitante cambio de velocidad nos devuelve a 1966 y aquel álbum mítico con Clapton.Será, quizás junto con Nature’s disappearing, el momento cumbre de una velada que acabó casi a la una, armónica en ristre. Rumbo de los 81 otoños, Mayall conserva esa juventud maravillosa de quien no tiene ninguna prisa por marcharse a dormir.
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