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18º Festival de Jerez

El que apuesta gana

El bailaor Andrés Peña presenta un espectáculo en el que la sobriedad resulta fecunda

El bailaor Andrés Peña en un momento del espectáculo.
El bailaor Andrés Peña en un momento del espectáculo. Javier Fergo

ÓRDAGO A LO GRANDE. ANDRÉS PEÑA

Baile: Andrés Peña. Cante: Miguel Ángel Soto ‘Londro’, José Anillo, Miguel Lavi, David Carpio. Guitarra, dirección musical: Jesús Guerrero. Percusión: Jorge Pérez 'El Cubano'. Idea original: Andrés Peña y Pilar Ogalla. Coreografía de la vidalita: Eva Yerbabuena. Luces: Antonio Valiente.

Teatro Villamarta, 3 de marzo DE 2014.

El hecho de afrontar un espectáculo con recursos limitados, lo que puede parecer una exigencia en tiempos de escasez, puede también constituir una apuesta artística fundada y, además, no tiene por qué traducirse en pobreza, pues todo depende de cómo se conjuguen los elementos y el resultado que estos den. Con un término –órdago- que suena a envite hasta para los profanos en la materia, el bailaor jerezano afrontó su propuesta quizás más personal con los elementos esenciales: cante, guitarra y un toque de percusión para su baile en solitario. Claro que, para la configuración del primero, fue especialmente generoso. Con la elección de cuatro cantaores, tal los cuatro palos de la baraja, Peña jugó sus bazas con una ventaja aparente, pero no exenta de riesgo. Es seguro que se sintió bien arropado, que la variedad de timbres y estilos canores aportó colorido, y que pudo trasladarse a su baile aportando riqueza de matices, pero puede que, en algunos momentos, le restara continuidad. La labor de esa compañía estuvo, por demás, multiplicada: tuvieron una activa labor en las palmas y, como si de naipes se tratara, jugaron la partida con sus movimientos completando los dibujos coreográficos del bailaor.

Andrés bailó de todo y de forma casi ininterrumpida durante cerca de la hora y media que duró la función. Nunca abandonó la escena y, por cambiarse, solo se cambió las botas que, con su diferentes colores, conducían por una supuesta simbología anímica del artista que pareció hacer un ejercicio de catarsis con su espectáculo. Alternó estilos, acentos y variantes de una forma fluida y coherente, pero también con ese componente humano que hace que no todo se convierta en una homogénea planicie. Poseedor de un baile fuertemente anclado en la raíz, el jerezano exploró nuevas formas expresivas, el dibujo del silencio, especialmente con la coreografía regalada de la vidalita. El tiempo de la pausa y la reflexión que, como en un círculo, regresaría al final de la obra. Entre uno y otro momento, abordó la seguiriya con rigor y sobriedad, los fandangos cantados a palo seco como explosión vital, y los tangos, bailados en el escueto espacio de una mesa invertida, como una fuerza con la que retomar el camino. Una tanda mixta, que fue de la caña a los abandolaos, constituyó el paso previo al baile central de la soleá en el que el artista, estrechamente arropado por el cante, mostró sus mejores cartas, quizás con las que se siente más seguro, pero sin, por ello, aliviarse en su interpretación. Las remató, de forma natural, por bulerías cuando la obra parecía llegar a su fin, pero no fue así.

Fui piedra y perdí mi centro… Los enigmáticos versos de la soleá atribuida a La Serneta, dejaron al bailaor solo en la escena. Tumbado y en el centro, entonó una delicada nana en la que la muerte daba paso a la vida nueva, y el dolor pasado a la naciente alegría. La música inspirada durante toda la noche del guitarrista Jesús Guerrero, brillante y vibrante siempre su pulsación, puso el acorde final. Durante toda la obra compuso la banda sonora de una obra con intención y con un discurso tan claro como sincero.

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