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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El pavimento del señor Juan

En el Turó de la Rovira se ha intervenido con pinzas para no estorbar la memoria, pero dándole al conjunto dignidad

Pongamos que se llamaba Juan. Era paleta y vivía en las barracas del Carmel. Cada día volvía a casa con unas “racholas” —así las llamaba— en la mochila y con ellas iba componiendo un pavimento armónico, combinando colores y formas, porque los seres vivos tenemos el instinto de construir un nido satisfactorio. Ha pasado el tiempo. Aquellas barracas fueron barridas por el impulso olímpico, o sea que nuestro Juan tuvo una casa o, como dicen los que han vivido la experiencia, tuvo una habitación para él o para la intimidad del matrimonio; eso que la barraca no da. Y de las barracas queda el pavimento armónico, que ahora yo miro como miramos los pavimentos romanos que nos hablan de otras casas y otras cotidianidades. Estoy en el Turó de la Rovira, arriba de todo: la vista es espléndida —se divisa la bahía hasta Montgat— y la densidad de la ciudad es infinita. Barcelona debería decirle algo a Collcerola.

El Turó de la Rovira acaba de pasar por una sutil, casi invisible, restauración a cargo de un grupo de arquitectos (el equipo Jansana, De la Villa y de Paauw, y el equipo AAUP y Jordi Romero) y el trabajo ha sido premiado con un galardón europeo. La buena arquitectura es la que, cuando no toca construir, limpia y ordena y se conforma con casi no dejar rastro. Sobre todo cuando opera sobre un espacio que, en lenguaje de arquitecto, es “denso en significado”. Aquí han intervenido con pinzas, como quien restaura una obra de arte, para no estorbar la memoria, pero dándole al conjunto dignidad y accesos permeables.

Es domingo cuando subo y el sitio está lleno de gente que turistea y de jóvenes que se saltan la barandilla y se sientan en el borde con los pies al abismo, para mirar en silencio cómo Barcelona se une con el mar. Algunos han traído la guitarra y cantan, la espalda contra los muretes que marcan secretos itinerarios anteriores. Quedan restos tangibles de las baterías con que la ciudad pretendía defenderse de los bombardeos fascistas y quedan esos pavimentos que sostuvieron a los perdedores de todas las batallas. He subido a pie, desde la calle Gran Vista, y he comprobado que, en la ladera, hay otra vez barracas, que a lo mejor solo son huertos clandestinos, pero yo diría que no, que volvemos a estar en tiempos duros para los perdedores.

La comparación del pavimento con los restos romanos no es mía, es de David Castillo, poeta y anarquista fiel, hijo del Carmel, un barrio que —dice— ha pasado de la defensa antiaérea a las barracas, y después, en cascada, la aluminosis, la heroína y el sida, que suelen ser las estaciones de la Barcelona pobre, casi marginal. Castillo transita por las realidades “carmelitas” en sus libros, desnudos y algo trágicos, pero más cercanos que los paisajes ya imposibles de Juan Marsé. Escucho a David Castillo en el auditorio del CCCB, donde los arquitectos presentan su trabajo en forma de documental, filmado por dos jóvenes flacos, sensibles, Carlota Coloma y Adrià Lahuerta. Dice Castillo: jamás se nos hubiera ocurrido que llegaría el metro al Carmel, y no menciona el hundimiento, porque lo que cuenta es el progreso. El debate entre transformación y nostalgia es un tema principal del Castillo escritor. En el documental los vecinos entrevistados dan la clave: hay un momento en que hay que dejar de quejarse, hay que organizarse y luchar.

Algunos de los vecinos filmados están presentes en la sala, entre ellos la Custodia, que es una mujer formidable, enorme. Ha sido clave en esas luchas de barrio y no piensa dimitir. Todo muy bien, todo muy digno, dice, pero ahora hay que poner orden en las antenas. Y es cierto que estos artefactos irradiantes se agrupan en el Turó para que la ciudad de los móviles —y sus congresos— esté comunicada. No se acaba nunca de arreglar una ciudad, pienso, y Paco González Díaz, otro antiguo barraquista, enamorado de una Barcelona que lo acogió con tanta indiferencia, alerta que los vecinos quieren quedarse en el Turó. Les da miedo que si lo arreglan mucho les echen, porque los hay que están afectados por el improbable Parc dels Tres Turons. Consta en el Plan General Metropolitano, dibujado hace décadas, que ha fallado casi todas sus previsiones, pero que ha dejado marcados unos usos que ahora son lápidas sobre la realidad de la vida.

Este Turó pertenece a estos vecinos. Ellos son depositarios del alma del lugar, ese Carmel de cuestas inclementes que la gente ha aprendido a burlar subiendo en el bus de barrio, ahora que les han dado ese mínimo confort. La responsable del distrito, Francina Vila, me confirma que tiene lógica agrupar las antenas en la cima, poniendo orden, porque alguna es pirata. Y que los vecinos se quedarán. Me anuncia una segunda fase de obras en el entorno, para lograr una ciudad más compacta. Pero sin prepotencia, delicadamente. Como quien peina los cabellos a una viejecita triste, pienso, no sé por qué.

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Patricia Gabancho es escritora.

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