¿El fin de un espejismo?
El informe Funcas nos ha puesto frente a un espejo. Y la imagen que nos devuelve es deprimente
La Comunidad Valenciana es oficialmente pobre. En realidad, nunca fue rica. Ni tan siquiera durante los años en que se hinchaba la burbuja inmobiliaria. Incluso en aquella época, los datos macroeconómicos situaban a los valencianos en la media de la renta per cápita, jamás entre las regiones punteras. Pero se nos vendió que aquí, olvidado el sueño de ser californianos, estaba la Florida española. Y nos lo creímos. Desde el Palau de la Generalitat, un Eduardo Zaplana eufórico supo tocar los suficientes resortes sentimentales de una sociedad que recuperó la autoestima, creyéndose, en serio, aquello de la Comunidad líder, a la vanguardia de, punta de lanza de….Nunca se supo muy bien de qué. Pura palabrería. Discursos de charlatán de feria. Engaños de un trilero sin garbanzo. Pero funcionó. Unos más que otros, los valencianos hemos venido comulgando con aquellas ruedas de molino y elección tras elección votando mayoritariamente al PP. Si las cosas iban bien, o al menos eso creíamos, para qué cambiar.
La realidad, sin embargo, siempre fue otra. Cuando estalló la burbuja se vio que éramos la vanguardia en corrupción, en despilfarro, en cargos públicos imputados, en adocenamiento social. Y ahora el informe Funcas nos ha puesto frente a un espejo. Y la imagen que nos devuelve es deprimente. En los últimos cinco años el Producto Interior Bruto (PIB) ha caído un 9%, la tasa de paro se ha triplicado, pasando del 10% al 29% y la destrucción de empleo ha sido del 21%. En un periodo de tiempo relativamente breve hemos pasado de ser la comunidad del 10% (10% del PIB español, 10% de la población, etc.) a ser la del 30: 30.000 millones de deuda, 30% de endeudamiento, cerca del 30% de paro, 30% de desigualdad social. El índice de Desarrollo Humano que mide la combinación de salud, educación y bienestar material constata que la sociedad valenciana ha pasado de ocupar la séptima posición en 2007 a la decimotercera en 2011. Hemos retrocedido nada menos que seis puestos en apenas cuatro años. No es para estar orgullosos, ciertamente.
Máximo Buch, consejero de Economía, ha dicho que nada de esto le resultaba ajeno. El ya conocía estos datos. Y es verdad; pero nunca se preocupó de darlos a conocer. Para qué. Los políticos, cuando gobiernan, no están para dar malas noticias. De eso se suele ocupar la oposición, ya se sabe. No estaría de más, sin embargo, que se ahorraran un poco de palabrería. Es verdad que la percepción de la situación económica tiene que ver con los estados de ánimo (que nos lo digan a los valencianos) y que un gobernante tiende a exagerar el optimismo; pero ya les valdría un poco de silencio y un algo más de propuestas eficaces.
Desgraciadamente, esto último no es una de las características más brillantes del Consell. El Gobierno de Alberto Fabra es tan consciente de su incapacidad para llevar adelante un proyecto medianamente serio que ya solo se esfuerza en tender inútiles cortinas de humo como la perpetrada por Serafín Castellano en torno a la Acadèmia Valenciana de la Llengua. Un esfuerzo inútil que solo revela la indigencia mental de sus promotores, incapaces de soportar la imagen que les devuelve el espejo donde se reflejan los datos de Funcas. La duda, pese a todo, persiste. Hay medio millón de valencianos pobres de solemnidad y aún hay quien cree que somos ricos. ¿Hasta cuándo durará el espejismo?
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