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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La siesta del monstruo amable

Ahora la fiebre se va comiendo, uno a uno, los comercios históricos, la memoria de las clases medias de Barcelona

Barcelona padece el espanto de olas especulativas que se lo comen todo. Es lo que antes se llamaba fiebre del palmo cuadrado, ahora ya no se habla de palmos. Nadie se resiste a la oferta del mercado, sea este un fondo de inversión —sobrevolando la ciudad como buitres— o un particular con posibles. Contra esto se hizo, hace años, el catálogo de edificios a preservar: creímos todos que guardando la piedra ya no había nada más que proteger. Ahora la fiebre se va comiendo, uno a uno, los comercios históricos de Barcelona. El primer síntoma fue la Catalonia y es cierto que el alcalde Trias declaró entonces que esa librería no era negocio, mostrando muy poca sensibilidad por un problema que estaba a punto de estallar.

Pero en este tema nadie puede tirar la primera piedra. Hacía veinte años que se sabía que en 2014 caducaban los contratos prorrogados de la LAU. No se hizo nada. Era un gobierno de progreso, la ciudad iba para adelante y la memoria no era tema. Como mucho, el recuerdo instrumental de algún prócer como Cambó. O Samaranch.

Cuando Barcelona paró el ritmo y descubrió el pasado como testimonio e identidad, empezó a recuperar la memoria obrera, pendiente, pero se dejó de lado la pequeña memoria urbana de la clase media, que es la que hace el tejido de la ciudad, sin épica pero con sustancia. La desprotección puso al comercio histórico en el borde del precipicio y ahora no hay tiempo para nada. La obligación de mantener el tipo de actividad —que espanta a los ofertantes— tiene que ser legislada por el Parlamento y sus trámites son largos y burocráticos. Había tiempo para hacerlo y no se hizo. Ahora, el opositor Jordi Martí, que es hombre de pactos, se ofrece al alcalde para salvar lo que se pueda y el alcalde, desconcertado, no sabe qué contestar.

El problema es que sobre la rutina ya menguante de Jordi Hereu se ha instalado la continuitat pausada de Xavier Trias. Entre la crisis y los pocos concejales, el alcalde convergente no ha podido, sabido o querido sacudir la ciudad, sorprenderla, elevarla. No es que la ciudad esté parada, no, en absoluto: Barcelona mantiene su alta funcionalidad, evoluciona lentamente, tapa sus agujeros, aguanta las piezas.

Pero miremos los grandes pilares, la cultura por ejemplo, ahora que la ciudad es sobre todo cultura: Barcelona, que siempre ha sido un laboratorio de ingenio, tendría que estar fabricando el nuevo Mascarell, que lleva desde 1985 controlando el tema desde diferentes asientos. Pues la Virreina está missing, cuando el universo cultural entero no sabe si debatir su suerte, buscarse la vida en los recovecos del mercado o asumir un compromiso que habían aparcado mientras pasturaban las vacas gordas. No es una crítica feroz, podemos tirar sin esto, pero sería estimulante cubrir estas carencias: nombres, ideas, ¡rupturas!

Aquí es donde aparece el milagro del tercer año, que es la obra pública. No seré yo quien diga que en crisis hay que dedicar el dinero a otra cosa: Trias pone mucho esfuerzo en la política social. Y Barcelona es una ciudad moderna porque siempre revisa y rehace su espacio público central, porque aprende construyéndose. Y porque corrige sus errores y sus excesos. El tambor de Glorias fue moderno en 1992, no hace falta decir más. La pregunta es si era necesario hacerlo todo al mismo tiempo: Glorias, precisamente, Balmes, Diagonal, Passeig de Gràcia, General Mitre, Passeig de Sant Joan, el Paral.lel con la esperada plaza Rubianes…

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Y la guinda: la pasarela sobre el Zoo. Ay, señor alcalde. La idea no le ha caído bien a nadie. La ciudad ya encuentra la manera natural de enlazar itinerarios: la Vila Olímpica no es un coto, si lo que se pretende es conectarla mejor, y el Born tiene suficiente irrigación para vivir su propia vida. Además, que en el medio está la Ciutadella es incontestable, pero por eso mismo las ciudades se adaptan a las huellas e inventan sinapsis nuevas.

Perforar el Zoo para establecer un camino entre alambradas (de diseño) que nadie reclama, mientras los visitantes del recinto saltan por encima en una pasarela es ditirámbico. Lo paga el Area Metropolitana, pero no se trata de dinero: se trata de ser racionales. A lo mejor lo racional sería replantearse la existencia del Zoo y si el turismo, la preservación de las especies o el trabajo de los biólogos justifica tener animales vivos fuera de su mundo y en exhibición. Pero un Zoo es un recinto compacto. Dicen, además, que las obras se cargarán un refugio de aves migratorias.

Es inquietante cómo, con decisiones aparentemente inocuas, la ciudad va quebrando sus propias reglas y se va transformando en un espacio de ocio y no de creación, no de trabajo. Barcelona se está convirtiendo, lentamente, en un amable monstruo de feria, que se devora a si mismo y, satisfecho, se exhibe y se contempla. Y que después duerme la siesta.

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