Donde nacen los mapas
El Real Observatorio de Madrid añade a sus tesoros la piedra litográfica en caliza en la que se imprimió el plano cartográfico de España, entre 1875 y 1968
El Observatorio Astronómico, hoy encaramado sobre un promontorio del confín meridional del Parque del Retiro e ideado en 1790 por Juan de Villanueva, además del principal centinela del espacio en Madrid es, en sí mismo, un cofre de piezas maestras de la vigilancia astral, de la Topografía, la Geodesia y la Meteorología. Sus ajuares incluyen desde una reproducción a tamaño exacto del enorme telescopio de Wilhelm Herschel, obra del descubridor del Planeta Urano, hasta un Péndulo de Foucault de 13 metros de altura y cien kilos de peso, que en su vaivén incesante va tumbando un círculo de cuñas de madera para mostrar así la rotación de la Tierra; o bien la llamada Regla de la Comisión de Mapas de España, a partir de la cual se trazó el primer armazón cartográfico del país, el Mapa Nacional, a escala 1/50.000, a partir de 1871 y publicado en 1875.
Una piedra mágica para el gran Mapa
La piedra litográfica que expone el Museo del Observatorio madrileño imprimió las 1.110 cartas que compusieron el primer Mapa Nacional a partir de 1875. La primera impresión fue la de la hoja de Madrid. Barcelona figuraba en la hoja 421. La ejecución del plano no quedó culminada hasta el año 1968.
A esta copiosa dote nutrida con utensilios astronómicos, geodésicos y cartográficos, hay que añadir una nueva joya: la plancha de piedra, llamada litográfica, con la cual, a partir de 1875, comenzaron a imprimirse una por una las 1.110 hojas cartográficas en las que quedó dividido el Mapa Nacional de España. La piedra acaba de ser incorporada a las colecciones del Museo del Observatorio, a su sala de Ciencias de la Tierra.
La primera impresión de la piedra litográfica fue la correspondiente al mapa de Madrid y sus alrededores, que abarca la ciudad y su periferia desde las diagonales simbólicas que unen Barajas hasta Alcorcón, y del Monte de El Pardo hasta Vallecas. Fue signada con el número 559 entre el millar de hojas que compusieron aquel primer mapa nacional, donde Barcelona figura en la hoja 421; Bilbao en la 61; Sevilla en la 984 y A Coruña, en la 21. Precisamente en Cariño, en la costa gallega, comenzó la numeración de las cartas. La serie incluía a Canarias, les Illes Baleares y finalizaba en Ceuta y Melilla.
Encapsulada bajo una vitrina de potente vidrio, la piedra litográfica, caliza compacta, tiene forma rectangular; mide menos de 10 centímetros de espesor frente a unos 75 centímetros de longitud y medio metro de altura; pesa más de 200 kilos; exhibe sobre su parte anterior, en su día convenientemente entintada, los caracteres geográficos y topográficos madrileños tras ser dibujados primero y grabados artísticamente después y en negativo. El grabador litográfico fue Pedro Peñas y Romero, formado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En su impresión quedó constancia de cada hito geográfico relevante, desde caminos, ríos, divisorias de aguas, valles, montes o cumbres, hasta ciudades, villas, aldeas, o bien campos de labor, grandes masas de cultivos o arboledas de más de 10 hectáreas de extensión. En la piedra figuran asimismo las llamadas curvas de nivel, que definen secuencias de relieves orográficos, signados en su caso con números cada 20 metros.
Una gesta en clave geodésica
Los datos extraídos sobre el terreno para la elaboración de planimetrías y cartografías lo fueron desde 1854 hasta 1871, plazo que duró la hechura en clave geodésica del primer Mapa Nacional. Todo ello había sido comprobado visual y documentalmente por un equipo de cartógrafos, topógrafos y geodestas, militares en su mayoría, con ayuda de soldados de reemplazo, así como informadores: desde peones camineros a autoridades municipales, amén de testimonios orales, brindaban, corroboraban o contrastaban los datos técnicos y parroquiales barajados para el cabal trazado cartográfico. También se nutrían de datos catastrales y de mapas municipales, a mucha mayor escala, levantados tiempo antes, escrupulosamente cotejados después para conseguir que lo más relevantes de aquellos hitos topográficos que jalonaban el territorio español quedaran incluidos en el plano nacional a levantar.
La gesta era inmensa, ya que España contaba entonces con unos 10.000 municipios. Todo iba unido, además, a una laboriosa serie de cálculos técnicos, realizados con decenas de variables dimensionales a considerar y ponderar, desde las astronómicas a las barométricas, geodésicas y topográficas. El grueso de aquel magma de datos debía cobrar forma y expresarse en un documento cartográfico unificado, sometido a impresión por grabado litográfico en colores: negro para vías de comunicación; rojo para poblaciones; verde para masas forestales y cultivos; azul para ríos y litorales y siena para curvas de nivel. Otra particularidad era su escala, 1/50.000, bastante más precisa respecto a las empleadas en la época para sus mapas nacionales por Francia, 1/80.000, Austria-Hungría, 1/75.000 y Gran Bretaña, 1/63.360.
La primera hoja del primer Mapa Topográfico Nacional, la hoja madrileña, revela muchos detalles, como los 726 metros de altitud sobre el nivel del mar, que alcanza el Cerro Almodóvar, que domina hoy la urbanización Santa Eugenia sobre la carretera de Valencia -entonces se llamaba carretera de Madrid a Castellón-, sobre cuya loma se hallaba en 1875, y se halla hoy, un importante punto geodésico. Desde este tipo de vértices convencionales, 285 en toda España, definidos tridimensionalmente mediante unos aparatos llamados teodolitos, provistos a su vez de telescopio y dos círculos perpendicularmente dispuestos, se obtenía el cálculo angular de un canon de espacio topográfico, definido a su vez por la llamada Regla de la Comisión de Mapas de España.
Esta regla, unidad básica de las mediciones topográficas, fue diseñada por los entonces capitanes de Ingenieros y de Artillería, Carlos Ibáñez de Ibero y Frutos Saavedra Meneses, respectivamente; es una barra metálica que cabe ver en una de las vitrinas más seguras del Museo del Observatorio soportada sobre dos plintos de rosca, atornillados, de madera compacta, dotada de asas de sujeción. Fue fabricada en tres años por los hermanos Brunner, en París, con metales de componente platínico y latón. Sus dimensiones derivaban del Patrón Universal del Metro depositado en el Museo de Pesas y Medidas de la capital de Francia. El canon básico para el mapa español mide 4 metros de longitud y casi dos palmos de anchura.
Su empleo para la obtención del mapa consistía en desplegarlo de manera alineada, tarea que se lograba gracias a microscopios micrométricos fijados a sus extremos, en una operación repetida hasta 3.655 veces consecutivas, para cubrir la distancia del lado de 14.662,90 kilómetros de un triángulo convencional, básico para el cálculo topográfico completo del territorio.
Una vez obtenido el triángulo inicial derivado del lado deducido de la barra metálica o Regla, su abatimiento sucesivo en diez cadenas distintas de triángulos según líneas de meridianos y de paralelos, iba permitiendo obtener, mediante nuevos cálculos y triangulaciones, el lado de nuevos triángulos hasta culminar la cobertura dimensional completa del enorme Mapa Nacional, para un territorio que frisaba los 500.000 kilómetros cuadrados de extensión. Aunque el mapa fue completado a finales del siglo XIX, la tarea de impresión de sus 1110 hojas, iniciada con la de Madrid en 1875, no finalizaría hasta el año 1968, casi un siglo después, con la estampación de la carta correspondiente a un municipio de Gran Canaria.
Lo más sorprendente era que en aquel tiempo, mediados del siglo XIX, los topógrafos, cartógrafos, ingenieros militares y camineros consignaban los hitos más relevantes del paisaje recorriendo el territorio a lomos de caballo, de mula o de borrico, provistos de una impedimenta científica muy pesada y arcaica. Pese a tantas limitaciones, de aquellas fatigosas mediciones realizadas a partir de 1854, el margen de error no difería, como se confirma con sofisticados cálculos actuales, en más o en menos, de 2,5 milímetros, referidos a la medida de la base. Así lo remarca Begoña Martínez, jefa del Servicio de Coordinación del Real Observatorio de Madrid.
Una idea veterana
Detrás de tanta complejidad se hallaban, desde luego, los trabajos previos incluso ancestrales de equipos de marinos, cartógrafos y geodestas, además de ingenieros y ayudantes de extraordinaria destreza técnica, que desde que el marino Jorge Juan propusiera en 1785 a Carlos III la ideación de un Observatorio Astronómico desde el cual se trazara un Mapa Nacional, habían venido colaborando en aquella ardua tarea, en medio de una selva burocrática descrita por Ángel Paladino, del Servicio Geográfico del Ejército y al albur de los numerosos conflictos registrados en España durante todo el siglo XIX. No fue baladí la injerencia del Ministerio de Hacienda en el proyecto científico, realizado por militares dependientes al cabo del Ministerio de Fomento, ya que el departamento perseguía obtener de él datos con los que cotejar las contribuciones, sobre todo las de los latifundistas. Así la hoja cartográfica de Carmona, en Sevilla, tardó 45 años en salir a la luz.
En 1871, las diferentes y consecutivas comisiones previas a las que se había encomendado el Mapa quedaron unificadas bajo el mando de Carlos Ibáñez e Ibáñez Ibero, que alcanzaría el rango de general y llegaría a ser uno de los principales geodestas de todos los tiempos y de nombradía internacional. De igual modo, sería designado a partir de entonces director del Instituto Geográfico de España y titular de la comisión científica continental correspondiente.
Una campa en Madridejos
Fue el entonces capitán de Ingenieros Carlos Ibáñez de Ibero quien eligió una extensa campa de Madridejos, en la provincia de Toledo, convenientemente explanada por orden suya, para iniciar desde allí el arranque de sucesivas triangulaciones supervisadas por ocho oficiales y a cargo de suboficiales al mando de equipos de soldados desplegados sobre el terreno. Serían tales cálculos los que permitirían extraer coordenadas tridimensionales que brindarían, a su vez, la posibilidad de trazar con sorprendente exactitud el conjunto de cartas zonales definidoras del Mapa Nacional, cuya impresión se realizaría años después gracias a la piedra litográfica ahora recobrada y expuesta en el museo del Observatorio.
Comoquiera que, en el año 1878, Ibáñez de Ibero dirigió el equipo científico que extendió el cálculo de su mapa cartográfico hasta Argelia, en una gesta consistente en establecer el primer enlace geodésico intercontinental, la reina regente, María Cristina de Habsburgo, le distinguió años después con el título de marqués de Mulhacén. El nombre de su marquesado coincidía con el nombre del pico de la cordillera Penibética, a más de tres mil metros de altitud, donde fue ubicado uno de los vértices geodésicos desde los que se realizaron las mediciones para conectar la red geodésica española con la argelina, en una gesta europea iniciada desde las islas Shetland, al norte de Gran Bretaña.
Encima de la vitrina que guarda la valiosa piedra litográfica se exhibe la hoja inicial impresa del primer mapa completo de España. Es la lámina correspondiente a Madrid. Lleva la numeración 559, que comienza en la costa gallega, con la hoja numerada con el 1 y concluye en Melilla, con la 1110. Sus rasgos permanecen algo descoloridos por el paso del tiempo, ya que vieron la luz en el año de 1875 en cinco colores. La última de las hojas del Mapa Nacional, correspondiente a Gran Canaria, fue dada a las prensas en 1968.
En el confín oriental de la hoja del mapa madrileño cabe leer “Ribas de Jarama”, hoy escrito con la letra uve y unido al de Vaciamadrid, con el olvido añadido del nombre del río. Se sabe que al dictador Francisco Franco no le hacía ninguna gracia que la toponimia madrileña evocara el qué, el quién, el cuándo y el dónde le pararon los pies en su avance militar contra el Madrid republicano hasta el fin de la Guerra Civil. Otra curiosidad: también San Fernando perdió su vinculación toponímica con el río Jarama para pasar a verse vinculado al río Henares, más lejano de su casco que el Jarama.
Un collar de municipios
Como el mapa de 1875 recogía entonces, Aravaca, los Carabancheles, los Villaverdes, Vallecas, Vicálvaro, Canillejas, Hortaleza y Fuencarral eran todavía municipios distintos, separados por largas distancias del de Madrid, cuyo casco urbano acababa entonces hacia el Norte alrededor de la hoy Glorieta de Bilbao; al Sur, un poquito más abajo de Delicias; al Oeste, ante el Palacio Real y el río; y al Este, en la tapia oriental del Retiro.
Al sur del parque histórico, sobre la calle de Alfonso XII, el imponente edificio del Real Observatorio de Madrid abre sus puertas los fines de semana para permitir la contemplación de sus tesoros. Los viernes lo hacen los colegios que previamente lo solicitan. A sus numerosas funciones investigadoras, que siguen realizándose en su interior, se añade la instalación en el recinto del observatorio madrileño de un singular centro vulcanológico: es el que sigue minuciosamente el curso sismológico de las recientes erupciones submarinas de la isla del Hierro, en el archipiélago canario. Una gran masa de magma traída de allí, muestra al público, desde una vitrina del museo del Observatorio, su recocida negrura tachonada por destellos plateados.
En breve, una cadena de televisión se propone emitir sus pronósticos del tiempo desde las instalaciones del edificio de Juan de Villanueva, cuyos responsables acarician la idea de materializar un proyecto del arquitecto y académico Antonio Fernández Alba para abrir el primitivo acceso principal al centro científico, que permanece desde hace lustros y hasta hoy sepultado por toneladas de tierra bajo un prominente talud, en lo que fuera conocido como el Cerrillo de San Blas, virado hacia Atocha, lugar de romerías madrileñas donde existió una antigua ermita.
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