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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Que la vida iba en serio

Bajar por aquí es encontrarte con camellos y fachas en comunión

El otro día me encuentro a un amigo ocasional al que respeto, encofrador de primera cuando había algo que encofrar y recién separado de su mujer, que se ha trasladado a vivir como realquilado a un pisito como de extrarradio, y me cuenta, entre otras muestras mayores de desamparo, ante un par de cañas en un bareto de esos en los que jamás se harían la foto los alegres peperos de Valladolid que, dentro de todo, su situación es soportable a condición de no pensar jamás en ella, para añadir, entre sorbo y sorbo, que lo peor es que la vida doméstica se le ha convertido en un infierno y que ahora repara, para su desdicha, en una multitud de detalles muy molestos a los que jamás antes había prestado la menor atención.

Con el primer sorbo de otra cañita se anima a decir que pasa muchas horas en la habitación que ahora ocupa, en un primer piso, con la ventana abierta porque fuma y no quiere que se entere el dueño, en una calle que es una vía de circulación rápida, y que justo en los bajos de la finca hay un supermercado que, bueno, no es que le moleste mucho, si no fuera por los perros. ¿Por los perros? Sí. Te asombraría saber la cantidad de clientes que acuden a la compra acompañados de sus perros, pero como no se les permite la entrada, los atan en las farolas de las aceras o en los tubos de aparcamientos de bicicletas, y lo que pasa es que bien pueden estar ladrando todo el santo día a toda pastilla sin que haya manera de ignorarlos. Te juro —asegura— que son capaces de sacarte de quicio. ¿Salir a pasear para evitarlo? Para qué. No voy a irme a pasear todo el día para evitar esos ladridos más insoportables que sus dueños, que los atan ahí como si no pasara nada.

Y si fuera sólo eso. ¿No lo es? Ojalá. Hay además una vendedora ambulante del cupón de ciegos que se aposenta a la puerta del súper en su silla plegable y charla sin descanso con las vecinas que pasan por allí, que son muchas, además de varios mendigos fijos. Uno de ellos es un anciano de barba inmensa y sombrero y unas uñas más largas que un día sin pan, a unos metros de otros dos, me parece que rumanos, más jóvenes, que se pelean por el sitio y levantan la voz pidiendo su limosna como si la gente fuera sorda, que lo es casi siempre cuando pasa por su lado. ¡Joder! Y eso sin contar a la gorda del batín de estar por casa que acude a la puerta con un carrito de la compra y hace amistades muy habladoras y siempre consigue que se lo llenen. Cuando cierran, viene un tipo en una furgoneta y se la lleva.

Y eso que no te contado aún lo de los contenedores. Justo debajo de casa, de esa casa, hay cuatro, de todos los colores, así que ya imaginarás el pollo continuo de los vecinos (cuando echan vidrio es insoportable), los rebuscadores de basura, los camiones de recogida. Y luego están los semáforos, también dos, justo enfrente. ¿Y por las noches? Pues nada. Bajar por aquí es encontrarte con camellos y fachas en comunión, asco y pánico. Algo tendrás que hacer. He pensado tirarme por el balcón, pero un primer piso… Hay una azotea, pero no tengo las llaves.

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