Exámenes al por mayor
La reforma universitaria de Bolonia ha cambiado todo para que todo siga igual
Una vez oí decir a un viejo profesor universitario que las reformas universitarias en España se hacen siempre de la misma forma: con objetivos anglosajones, recursos africanos y mentalidad carpetovetónica. Y creo que eso es lo que más o menos ha ocurrido con la última dirigida a homologar nuestro sistema universitario con el europeo de enseñanza superior. Se han cambiado planes de estudio, se han hecho docenas de nuevos programas docentes y se ha modificado la secuencia temporal de las carreras, pero mucho temo que pasó como en la novela de Lampedusa, que todo cambió para que todo siguiera igual.
Para los estudiantes, que al fin y al cabo son la pieza fundamental de cualquier nivel educativo, Bolonia, como es conocida la reforma, ha supuesto, sobre todo, embarcarse en una especie de continua carrera de obstáculos. En lugar de organizar la enseñanza universitaria para que gracias a ella los jóvenes aprendan a reflexionar y a enfrentarse al mundo con autonomía y capacidad transformadora, se han montado los cursos de tal forma que apenas puedan respirar.
Alumnos de uno de mis grupos que acaban estos días el cuatrimestre terminan las clases de una asignatura un viernes a las 18.00 y tienen el examen final el día siguiente a partir de las 8.30. Otros se quejaban de que un día terminan un examen final a las 20.30 y al día siguiente a las 8.30 está convocado el de mi asignatura, no por mi gusto, sino porque he de seguir los horarios que me marca el decanato.
¿Hay tiempo así para que los alumnos y alumnas maduren y asimilen los conocimientos? ¿Se puede valorar de esa forma lo que de verdad han aprendido y lo que no, las habilidades que han desarrollado?
Tal y como se organizan los cursos, con programas comprimidos hasta la extenuación porque el profesorado quiere enseñar todo lo que considera necesario que sus discípulos aprendan y con una prueba detrás de otra, sin apenas disponer de tiempo entre ellas o entre las clases, la enseñanza se convierte en una tensión estresante de donde es muy difícil que florezca un auténtico saber. Porque este solo brota de la reflexión pausada, del disfrute del tiempo y de la serenidad, de las muchas horas de debate, tareas y lecturas en solitario y compartidas.
No creo que nada de esto sea casualidad. La enseñanza está organizada así conscientemente porque no se desea que haya una ciudadanía sabia. No lo puede ser quien solo aprende a sortear suspensos y buscar el aprobado como sea. La educación no es nada cuando se divorcia incluso de la naturaleza porque, como dice un proverbio chino, en esta no hay premios y castigos sino consecuencias.
“¿Cómo reformaría las enseñanzas de economía?”, se preguntaba la gran economista Joan Robinson y creo que su respuesta es extensible a cualquier otra rama del conocimiento: “Ante todo, decía, prescindamos de los alumnos que solo desean aprobar”.
Aquí promovemos lo contrario. Hay que hacer milagros y remover Roma con Santiago para poder llevar a cabo algún proyecto que se salga del aula en el horario férreamente marcado o que sea ajeno al curso monótono de una clase detrás de otra: o no hay tiempo, o no hay espacios concebidos para el encuentro, o tienen mañana un examen, o el otro profesor les ha encargado una prueba...
Y el no va más de este contrasentido es que el propio profesorado está obligado a sufrir la misma presión. A su docencia se le llama ahora “carga” docente y, para que se evalúe su productividad científica mediante los llamados sexenios, miles de profesores universitarios tienen que dedicar semanas a preparar un papeleo tan engorroso que han nacido empresas especializadas para encargarse de ello. Con tantos éxito que bastante antes de que terminen los plazos ya anuncian que no admiten más encargos.
A veces tengo la impresión de que la forma en que están estructuradas las enseñanzas hace que a mis alumnos les ocurra lo que decía Mark Twain que siempre quiso evitar, que la escuela entorpece su educación.
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