El debate sobre el aborto
Una lectura política
Cualquiera que conozca mínimamente el tema del aborto sabe que, como cuestión de importante relevancia moral que es, las divisorias que ocasiona no coinciden con las divisorias partidarias, en esta, como sucede con otras cuestiones de similar naturaleza, la materia objeto de debate ocasiona líneas de fracturas que cruzan las divisorias partidistas, el aborto es, en este sentido, una cuestión transversal, que causa división en el seno de cuanto menos los dos grandes partidos. La novedad del debate actual no radica en que hayan salido a la luz las discrepancias internas del Partido Popular (a la postre algo similar ocurrió con el PSOE cuando se tramitaba la ley vigente, con críticas públicas, a veces muy duras, como las que firmaron Rodriguez Ibarra o Gregorio Peces-Barba), la novedad radica en que en el actual se está destruyendo un equívoco de abundante uso en el inmediato pasado. Es precisamente la transversalidad de la cuestión la que en buena lógica haría razonable la imitación de la práctica parlamentaria inglesa: en las cuestiones de relevancia moral no se exige a los diputados disciplina de voto. Es precisamente la configuración de los partidos realmente existentes la que hace entre nosotros disfuncional e inviable tan civilizada práctica.
Para nadie es un secreto que la divisoria entre los dos principales partidos del sistema español es una divisoria de clase. En la terminología escandinava que usa la teoría de los clivages contamos con un partido “burgués”, el PP, y un partido “obrero”, el PSOE. En ambos casos el partido es ideológicamente plural, cualquier curioso puede asomarse a los baremos trimestrales del CIS, aquellos que contienen preguntas de intención de voto, y ver el cruce entre el recuerdo de voto y la identificación ideológica: la base del PP es un mix de conservadores, liberales y democristianos (por este orden), en tanto que la del PSOE es otro formado por socialistas, progresistas, liberales y socialdemócratas (también por este orden). Es más, en ambos casos, esa pluralidad se produce asimismo desde la perspectiva de la autoidentificación religiosa: ambos partidos cuentan con un electorado más religiosa que la media; en ambos casos los católicos son mayoría aplastante (más acusadamente en el PP), pero en ambos casos su electorado cobija minorías de No Creyentes y de Ateos (por encima de la media los primeros y por debajo los segundos en el caso del PSOE) y, en ambos casos, reunir a creyentes, agnósticos y ateos es imprescindible si se desea seguir siendo un partido de vocación mayoritaria. Aunque las élites políticas difieren en ambos casos de modo muy significativo de su electorado (las élites son considerablemente más laicas), las diferencias entre ellas no son muy grandes, en este campo cuanto menos, si bien el personal político conservador tiende a ser socialmente selecto en todos los niveles del sistema de representación, cosa mucho menos acusada en el caso de su competidor.
Es bien sabido que durante la gestión de Rodríguez Zapatero el PSOE siguió la táctica de aislar al PP mediante una demonización del mismo como formación nacional-católica, planteando la competencia entre los dos grandes como un enfrentamiento entre una formación abierta, inclusiva, liberal, progresiva, y con socios (el PSOE obviamente) y otra cerrada, excluyente, retrógrada y clerical. Y la táctica funcionó, la verdad sea dicha, en buena medida mediante la producción de leyes de significación primariamente ideológica, de las que la “ley Aído” con su pretensión de elevar una corriente ideológica (la “perspectiva de género”) al rango de ideología oficial impuesta en la enseñanza por ministerio de la ley, es un ejemplo señero. Es esa imagen la que ante nuestros ojos se está derrumbando merced a la emergencia de la diversidad existente en la materia en el partido conservador.
En otras palabras: el PSOE pertenece al grupo de partidos de la familia socialdemócrata que han acabado por aceptar la economía de mercado en su visión neoconservadora y han tratado de conservar su diferencia específica abandonando las políticas derivadas del primado del trabajo (que son su razón de ser) por la opción a favor del conflicto de valores. Esa estrategia exigía la definición de su oponente como un partido subordinado a una Conferencia Episcopal cuyo rostro es el del arzobispo de Madrid (como acreditó Joan Tardá en la Diputación Permanente del Congreso).
El afloramiento del pluralismo del PP realmente existente que el anteproyecto de la ley Gallardón ha provocado viene a suponer la ruina de esa imagen y, con ella, la puesta en cuestión de esa estrategia. Mal negocio para la actual dirección socialista, a mi juicio. Por lo demás me parece un error el intento de europeizar el litigio, porque el mismo está sacando a la luz la debilidad de las posiciones en la materia sostenidas. Que es lo que revela el temor a que la “ley Gallardón” cree escuela. Claro que si las feministas suponen el 1,3 % de la población y el 1,5% de los electores del PSOE…
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