El filósofo feliz vuelve a Vicálvaro
Emilio Lledó evoca a su maestro en el pueblo en donde empezó a aprender


Era la Guerra Civil, caían bombas sobre Madrid y entre esos ecos, en Vicálvaro, un muchacho de nueve años atendía feliz las lecciones de don Francisco, su primer maestro. Ahora ese hombre tiene 86 años y es uno de los grandes maestros de la filosofía española. Es Emilio Lledó, sus temas son la felicidad y la amistad, y el viernes estaba feliz de volver a Vicálvaro.
Lo llevó la librería Jarcha, que desde hace 40 años ejerce como centro cultural en el pueblo en el que Lledó, nacido en Sevilla, recibió el impacto de don Francisco. Al cuartel de Vicálvaro había sido trasladado su padre, artillero. Tras la guerra, el padre perdió el empleo, buscó trabajo de contable en Madrid y aquel maestro republicano se diluyó en el drama de la posguerra. Ahora, profesores del instituto que lleva el nombre de Lledó en Numancia La Sagra (Toledo) han rastreado datos.
Francisco López Sancho se formó en la Institución Libre de Enseñanza, era un hombre alto “y genial”, y no debía tener entonces mucho más de 30 años. Instruyó a sus alumnos, entre ellos a aquel chiquillo flaco como un junco, en “las sugerencias de la lectura”, y marcó a Lledó para toda la vida.
Lledó iba feliz a clase. Fueron tres años de guerra, “pero para mí era un gozo ir al colegio”, dijo ante los vecinos que fueron a escucharle a Jarcha. El maestro era “el gran libro de sus palabras; tenía amor por lo que hacía y nos inculcó el amor por lo que significa la lectura. Era un gozo”.
Luego el propio Lledó se fue por esos mundos; el momento culminante de su preparación filosófica fueron sus años en Heildeberg (Alemania). En cierto modo, ese arco Vicálvaro-Heidelberg es la sustancia de su propio aprendizaje, que luego inculcó a sus alumnos (en Valladolid, La Laguna, Barcelona, Madrid) con ese mismo encargo: “Aprender en libertad para ser felices aprendiendo”.
De chico jugaba en las eras, con balas de verdad, a las guerras de mentira. En la escuela, don Francisco contaba qué habían hecho ese día las tropas republicanas. El maestro vivía en Madrid y, como en los momentos felices del cuento La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas, los chicos iban a esperarlo a la plaza para ir juntos “a un palacio aparatoso” en el que estaba el colegio público. Esa geografía chiquita está ahora sumida en un pueblo grande en el que Lledó reconoce algunas huellas. “No había, por cierto, librería; pero teníamos la escuela”. Reconoce la carretera vieja, pregunta por el lugar del cementerio, recuerda que las eras llegaban hasta Las Ventas, y respira la alegría de llegar otra vez a Vicálvaro. Uno es, dijo, de donde aprende: “Y mi identidad está aquí, aquí empecé a saber qué es aprender”.
“Descubrí mi ser, en este pueblo yo fui feliz; en este pueblo nací a la memoria... Había bombardeos, nos echaban a las eras para huir de sus posibles efectos, acabábamos cubiertos de arena; pero antes o después de esa incertidumbre sabía que iba a disfrutar de la libertad de leer”, explica. De todas esas enseñanzas, destaca “las sugerencias de la lectura” que proponía don Francisco: “Cervantes, sugerencias de la lectura. ¡Imaginan lo que eso era para un niño, sentirse libre explicando lo que sentía tras leer a Cervantes!”.
El final de la guerra destruyó ese paisaje: “Recuerdo a las tropas franquistas entrando en Vicálvaro. Y veo en primer plano a un cura que preside ese desfile llevando en la mano un crucifijo”. Cuando se fue a Heidelberg —“con mi maleta de madera”—, era un esqueleto; muchos años después puede decir que a él lo hizo ese arco Vicálvaro-Heildeberg; cuando mira la foto de aquel universitario “esquelético” se siente orgulloso del tiempo pasado, y ya sabe que todo lo que ha aprendido, y todo lo que ha enseñado, viene de aquellos tres años en que la guerra no interrumpió su alegría de saber.
Este viernes era otra vez el alumno feliz de volver a clase en Vicálvaro.
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