Malikian o el carisma escénico
Es rehén de las expectativas que genera por lo que hace, por cómo lo hace y por lo que dice


El milagro de Malikian es ya un fenómeno irreversible. El violinista clásico que mandó al infierno cualquier asomo de solemnidad -y no digamos ya de encorsetamiento estilístico- desconoce aún los límites de su capacidad de convocatoria. No es infrecuente verlo en Clamores, pero da igual: anoche, martes de resacas múltiples e indigestiones encadenadas, la sala lucía un lleno abigarrado para seguirle con el Ara Malikian & Fernando Egozcue Quintet, su faceta más híbrida y, por eso mismo, estimulante. El argentino aporta sus ya célebres (y celebradas) partituras, intersecciones perfectas entre el nuevo tango y el jazz contemporáneo para guitarra, pero de embrujar a la audiencia se encarga ese armenio estrafalario de melena tan ingobernable como sus fraseos.
Los dedos priorizan seguramente el virtuosismo a la finura, pero es innegable que le asiste el carisma escénico: hechiza por lo que hace (la velocidad), por cómo la hace (los saltos enloquecidos) y hasta por lo que dice. A pocos castellanoparlantes de cuna se les ocurriría una frase tan delirante como esta: “Fernando era en Argentina un músico acabado y vino a España a acabarse aún más”.
Egozcue siempre ha hermanado en su escritura a Astor Piazzolla y Ralph Towner, músicos amigos de las fugas, los compases irregulares y las frases diabólicas, y en alguna composición más reciente (‘Rumba’) se lanza en tromba a las disonancias y los semitonos como un temerario Bernard Herrmann. El material es excelente, salvo por los títulos (Ser dos, Creo, Situaciones), horrorosos. Y Malikian se debate entre la diversión, sanísima, y la parodia de sí mismo. Las expectativas entre las mesas son tales que solo cabe elevar la distancia entre sus pies y las tablas en cada salto. O el número de cerdas pulverizadas por la frotación severísima del arco. O el desgaste de esos vaqueros color teja cada vez que hinca las rodillas en el suelo.
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