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Voces en las paredes

Montcada ha hecho las paces con su geografía pero sigue siendo un municipio trinchado por las servidumbres que le impone la movilidad de Barcelona

Los más viejos del lugar todavía son capaces de recordar el pasado rural: bosques, viñas. Después vino una fuerte industrialización que colocó polígonos al lado de los pisos nuevos que tenían que acoger la inmigración, esa ola que llegaba. Eso lo trastocó todo. Montcada es una ciudad extraña. Creció con prisas, sin detalles, en barrios dormitorio que no tienen otro aliciente que el cobijo y algún bar —pocos— que abre las puertas incluso en festivo para que los hombres, porque son hombres, puedan contarse sus cosas. El comercio se junta en la calle Mayor, donde también está el Ayuntamiento, un edificio coqueto y singular. Al final de la calle se asienta Santa Engracia, la iglesia poco favorecida por los dioses de la arquitectura, que conecta visualmente con la cementera Asland, en línea recta, como si presidieran, serias y compuestas, las dos cabeceras de una mesa que no celebra ninguna fiesta. Son los edificios que se ven cuando se pasa por la curva de la autopista. Tienen un color polvoriento, opaco.

La Asland —asfalto y portland— fue una creación de don Eusebi Güell, mecenas de Gaudí, tan visionario como extravagante, que se enamoró del Turó de Montcada por su capacidad de alimentar la factoría. Media colina ya ha desaparecido. Entonces apenas había tren, era en 1917, y la Asland ya producía más lejos, allá donde nace el Llobregat. Hoy Montcada tiene tres líneas ferroviarias, cinco estaciones, dos autopistas, carreteras y un par de ríos que habían sido cloacas pestilentes y que circulan decentes, liberados de los vertidos y habiendo ganado naturaleza, es decir, tierras, cañizos y matorrales. Los surcan gaviotas y pollos de agua. Considerando como estaba, el Besòs luce espléndido, pero tiene pinta de río de pobres: el proyecto de regeneración estableció que en Montcada no se puede bajar a la orilla. El río va encajonado en un foso muy hondo desde que en 1962 se rebeló brutalmente y lo arrasó todo. Hay una placa en el puente que cruza el Ripoll. Miro hacia abajo y veo un hombre jugando con un perro, sin tocar el agua ninguno de los dos.

Quiere decir que Montcada ha hecho las paces con su geografía, pero sigue siendo un municipio trinchado por las servidumbres que le impone la movilidad de Barcelona. Es la guardiana del corredor del Vallès, todo pasa por aquí. Y es precisamente en los adustos pilones que sustentan la autopista, un doble carril elevado que emite un ronquido constante, donde el fotógrafo Joan Tomàs ha clavado imágenes de la gente del barrio de la Ribera, que está en la otra punta pero que tiene cosas que decir. A la Ribera le tocó el papel de barrio marginal, atrapado entre el río y la vía, contaminado por la Valentine que ya no está —es un solar inmenso y vallado, que los vecinos reivindican sin éxito—, y eso habla de paro y angustias. Más allá están el precioso parque de la Casa del Agua, de cuando el Besòs abastecía la Barcelona más fina, y el barrio de la bifurcación de los trenes, Can Sant Joan. La Ribera se acogió a la Ley de Barrios, eso siempre significa un pasado de degradación que se quiere corregir.

Bien, los vecinos de la Ribera quieren cosas. Quieren convencer a la gente de Montcada que no son peores que nadie, que ha habido y hay droga y marginalidad y absentismo escolar y peleas y realquilados a la fuerza para poder pagar la hipoteca, pero que de eso hay en todas partes. Lo dicen en cartelones pegados junto a las fotos, caras y cuerpos sonrientes, y las palabras cuentan experiencias duras con un trasfondo de profundo arraigo. Somos como todos. Queremos lo que todos. Eso dicen. En las calles de Montcada hay carteles pegados que reivindican unánimes la devolución de las urgencias nocturnas —una mujer, protestan, acabó pariendo en casa—, que claman contra la cementera que les achica los pulmones y que piden “salvar” la calle Jaume I. Busco el sitio para entender el problema. Resulta que Adif acordó enterrar las vías del AVE y eliminar barreras, pero ha sido la historia de siempre: ya no hay dinero.

El espacio debajo de la autopista es un aparcamiento público, con las plazas marcadas en el suelo. A partir de ahora aquí habrá una “sala” permanente de exposición, aprovechando las pilonas. Que la acción reivindicativa no sea clandestina, sino pactada con el Ayuntamiento, no le quita fuerza. Al contrario, estas enormes fotos conmueven. Conmueven porque han salido de su barrio para contar sus vidas, dando la cara, junto con otras imágenes que son pura historia, incluso la de un torero que a lo mejor es el Bombita, un diestro de Montcada. Miro alrededor: el río Ripoll, el inmenso colegio La Salle, una Rambla de estreno: se ha ido poniendo mimo municipal contra la improvisación y ese mandato metropolitano que decía que con poco tenían bastante los humildes. Pues no: las paredes de Montcada piden a gritos su futuro. Piden, en catalán, trato justo.

Patricia Gabancho es escritora.

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