El hombretón de las hechicerías
El desconcertante artista de Pensilvania canta como el primer Scott Walker, pero con banda 'country' y trasfondo electrónico
Daughn Gibson es un tipo impactante, en el más amplio de los sentidos. Ante todo, porque un hombretón como él, con sus casi dos metros, provocaría suspiros luciendo cualquier trapito ante las cámaras. Y, por lo que aquí respecta, porque su mezcla de géneros, absolutamente inédita y seductora, constituye uno de los grandes hallazgos de estas dos últimas temporadas. Imaginen al primer Scott Walker, con esa voz profunda e hipnótica, dejándose caer en brazos de Burial. A Johnny Cash haciéndole hueco a un portátil Apple en un extremo del escenario. Cash lo consideraría una broma de pésimo gusto. Gibson lo convierte en una fascinante ceremonia de hechicería.
La propuesta es interesantísima, pero nada evidente. De hecho, puede llevar tiempo cogerle el tranquillo y El Sol presentaba anoche una entrada desalentadora. Nuestro sacrílego hombre de negro disparaba ritmos, voces y ecos pregrabados desde un extremo del escenario mientras aullaba como un lobo enfurecido y braceaba hasta casi acariciar el cielo. A su vera, batería y guitarrista se comportaban como si pertenecieran a una banda de country alternativo, incluso con sus pertinentes acercamientos a la steel guitar. La fractura conceptual es maravillosamente desconcertante: el oyente no sabe si cabecear con la mirada perdida o empuñar un mástil imaginario.
El reciente Me moan, que por momentos bordea hasta el etno-tecno, constituye la mejor plasmación discográfica de este metalenguaje, aunque quizás sea el extenso tema que titulaba el primer álbum, All hell, el que lleve más lejos la transgresión. El de Pensilvania resulta bastante más inquietante que tierno, turbador antes que plácido. Ni siquiera la lúdica Kissin on the blacktop invita al sosiego. “De niño aspiraba a ser un criminal”, avisó en la despedida, tras una hora escasa. Asumiremos el riesgo: no es cuestión de perderlo de vista estos próximos años.
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