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ROCK
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Magia, ambición, apoteosis

Extraño y fascinante estreno madrileño del último trabajo de Standstill, 'Dentro de la luz'

Standstill, durante la presentación en la Riviera de 'Dentro de la luz'.
Standstill, durante la presentación en la Riviera de 'Dentro de la luz'.

Standstill es una banda de rock de este país (pónganle el nombre que gusten), pero hace tiempo que milita en otra división. Ambiciosos en el mejor sentido de la palabra, el de no conformarse con lo evidente, estos cinco catalanes se embarcan en una aventura con la que hoy ningún correligionario se atrevería; entre otras cosas, por el peligro cierto de incurrir en el ridículo. Discos conceptuales, coros catedralicios, escenografía perfilada con rayos láser, letras que aspiran a trascender. Resultan revolucionarios a fuerza de abrazar una saludable anacronía: enfilar un camino (grandiosidad, épica, discurso solemne) por el que casi nadie transitaba desde que el punk derrocó al rock sinfónico mediados los setenta.

El estreno madrileño de Dentro de la luz, la más reciente incursión de Enric Montefusco en su territorio de los sueños (y pesadillas colaterales), resultó extraño en todo: una Riviera extrañamente semivacía, una comparecencia restringida a solo una hora, el desfile previo de Refree o Lee Ranaldo por el escenario. También fue atípico lo que aconteció durante esos sesenta minutos de magia, ambición, apoteosis y canciones nada convencionales, pero eso es, precisamente, lo que se espera de Montefusco, el ubicuo Ricky Faulkner y demás ilustres oficiantes. Su culmen creativo llega esta vez con el vértigo y desasosiego de Nunca, nunca, nunca, cuando Faulkner dispara paisajes de coros alucinógenos mientras sus cuatro compañeros, afanados en los tambores, recrean algo parecido a la llegada del apocalipsis.

Algunos éxitos pretéritos (Adelante Bonaparte, Feliz en tu día, la avasalladora ¿Por qué me llamas a estas horas?) aderezan un repertorio centrado en la última entrega, un álbum con el amor, la espiritualidad (vidrieras góticas, campanas tubulares) o la infancia como difusos hilos argumentales. Enric es tan osado en su valiente grandilocuencia que los paréntesis cándidos (Me gusta tanto) pueden rozar lo cursi. Pero asombra constatar a estas alturas que una banda reivindica sin ambages lo mejor que nuestros Módulos o los italianos Premiata Forneria Marconi (revisen The world became the world) ya habían esbozado cuatro décadas atrás. Músicas de otra era y, en efecto, de otras divisiones. 

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