Legislar el mal
Debiera contemplarse la cadena perpetua revisable en casos de especial barbarie
El mal camina suelto, se diluye, discurre entre nosotros como un paseante líquido. El mal suele escurrirse, lentamente, moldeando sus formas invisibles, sus aristas licuadas, con más impunidad desde el rechazo de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del recurso de España contra su condena por haber aplicado la doctrina Parot a la etarra Inés del Río. Desde entonces, un reguero de críticas y de excarcelaciones, discursos con mayor o menor fundamento jurídico, lamentos tan auténticos como el dolor más intenso y también los habituales plañideros, de bando únicamente, cuando la cuestión que afrontamos no puede encontrarse sometida a las habituales escaramuzas políticas, porque es de una importancia vertebral en nuestro sistema de convivencia: hablamos de los límites de la reinserción social del delincuente, establecida como valor constitucional en el artículo 25 de la ley suprema.
Hasta ahora, y parece ser que aún por mucho tiempo, esa reinserción no tiene límites. Quiero decir: haga lo que haga el delincuente, sea cual sea su crimen o sus víctimas, su crueldad, su sadismo, tenga o no voluntad de volver e integrarse, cualquier pena restrictiva de libertad que se aplique en España tendrá, por esa subordinación al precepto constitucional, una finalidad de reinserción; y la tendrá aunque sepamos, como está ocurriendo con algunos violadores, que volverán a ultrajar o asesinar a una mujer.
Este es el abuso derecho que trataba de impedir la doctrina Parot; doctrina que, por otro lado, también constituía un disparate jurídico. Según el Convenio Europeo de Derechos Humanos referido al derecho a la libertad y a la seguridad, no puede haber condena sin ley previa. Si cuando fueron condenados los terroristas y el resto, existía un sistema de aplicación de los beneficios penitenciarios, no se puede modificar la ley posteriormente para mantenerlos en prisión, mediante la imposición postrera de una pena mayor. En su artículo 9.3, se nos dice que “La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. De manera que algunos de estos delincuentes cuyos nombres recordamos ahora, que fueron en su día la noticia de un horror, de un miedo en la acera o en esa oscuridad táctil de los portales, vuelven a aparecer para decirnos que continúan siendo peligrosos, que han salido y que seguramente volverán a atacar; y todo esto, con nuestra bendición penitenciaria, procesal, penal y constitucional
Si era una barbaridad que la ley penal no contemplara una finalidad social mediante la reinserción, no lo es menos pensar que cualquier pena debe responder a esos mismos criterios pacíficos. La doctrina Parot se debió a la nula voluntad de los sucesivos gobiernos democráticos para afrontar verdaderamente una cuestión espinosa: que la extrema crueldad de algunos crímenes no los hace merecedores del mismo trato que los demás. Porque, si bien necesitamos un sistema penal que nos ofrezca la posibilidad de redimirnos, ese derecho a la expiación individual no puede justificar el gran riesgo social que supone volver a poner en libertad a un decidido violador en serie.
La competencia para administrar las penas privativas de libertad corresponde a cada Estado de la Unión Europea. Habría que empezar a plantearse que el mal, puro y desnudo, el mal sin argumentos y sin ideología, que se nutre y respira en sí mismo, no existe únicamente en las novelas de Dostoievski, y que el Derecho y la Constitución deberían contemplarlo. No creo que los culpables de crímenes espeluznantes como el de la niña sevillana Marta del Castillo, o como el de Sandra Palo o los hijos de Ruth Ortiz merezcan una reinserción que además será irreal, porque ese tipo de mal ya no remite; tampoco creo en la superioridad moral de quien defiende que cualquier bestia sanguinaria tiene derecho a volver a la calle. Y eso ¿por qué? La reinserción social de delincuente como finalidad de las penas privativas de libertad es un principio loable: pero debiera, como tantos preceptos, contemplar sus excepciones, a razón de la especial barbarie de ciertos crímenes, mediante la cadena perpetua revisable. ¿Tendremos, alguna vez, un Gobierno con coraje suficiente para afrontar el mal e intentar legislarlo?
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
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