Una pátina de placidez
La cantante de Athens desaprovecha su gran voz con un enfoque demasiado lineal, con el que hasta el dolor de Dylan o Cohen pierde dramatismo
Reconforta comprobar cómo las músicas de filiación popular van haciéndose hueco en un espacio tan pomposo (y acústicamente impecable) como el Auditorio Nacional, ayer al borde del lleno absoluto. Entre los sorprendidos figuraba el propio guitarrista de Madeleine Peyroux, el sobrio y veterano Jon Herington, que invirtió los primeros compases del tema inaugural, Take these chains, mirando a su alrededor con gesto entre perplejo y complacido. Y la misma vocalista de Athens, que en cuanto pudo tomar la palabra fue para exclamar, en correcto castellano: “¡Guau, qué honor!”.
A Peyroux la comparan de forma recurrente con Billie Holiday, una mujer muchísimo más alejada aún del oropel y el protocolo de un auditorio como el de Príncipe de Vergara. Hay un cierto poso negroide, en efecto, en la garganta de esta mujer de trayectoria vital azarosa que parece ahora bien asentada en la Gran Manzana. Le falta, en cambio, ese tormento, el dolor contenido con el que la de Baltimore afrontaba cada grabación. Madeleine es dueña de una voz extraordinariamente natural a la que, sin embargo, no parece extraerle todo el partido ni los matices. Convierte su arte en un oficio sencillo y cotidiano, en un ejercicio de naturalidad. Pero la interpretación peca en ocasiones de linealidad: con independencia de que los originales sean alegres o acongojados, ella los aborda con una pátina de placidez.
No es cuestión de técnica, desde luego. La autora de Careless love es capaz de mantener la larguísima nota final de Born to lose, por ejemplo, sin un solo aspaviento ni temblor en la garganta, haciendo fácil lo que de ninguna manera lo es. Las dudas surgen al comprobar que los autores se vuelven homogéneos cuando pasan por sus manos, desde Dylan a Randy Newman o Warren Zevon. Su enfoque es plácido incluso cuando debería mascarse la tragedia (You’re gonna make me lone some when you go, Desperados under the eaves). Y el recurso estilístico de retardar el inicio de las frases, tan jazzístico y expresivo, acaba convirtiéndose en cansina reiteración.
Hay excepciones, sin duda. Between the bars, por ejemplo, es una pieza tan enorme que solo podemos lamentar una vez más, y aunque ya hayan transcurrido diez años, que Elliott Smith decidiera quitarse de en medio tan dolorosamente pronto. Don’t wait too long evidencia la amplia franja de intersección con Norah Jones en el hecho de que su autor, Jesse Harris, es el mismo que escribiera Don’t know why. Dance me to the end of love, uno de los tres originales de Leonard Cohen que sonaron anoche, descubre su inesperado corazoncito de jazz manouche. Y la francofilia, en general, le sienta bien a Peyroux, muy cómoda con esa chanson a ritmo de vals que es La Javanaise, de Serge Gainsbourg.
A la formación habitual con la que nuestra protagonista está abordando las presentaciones de su reciente séptimo disco, The blue room, se le unió ayer un cuarteto de cuerda con tres españoles entre sus integrantes. Los arreglos son delicados y hasta ultrarrománticos, en el caso de la introducción para Bird on the wire. Pero este refinamiento es tan elegante como inofensivo, un poco a la manera de lo que le sucedió el año pasado a Paul McCartney cuando certificó su pasión juvenil por el jazz vocal con el disco Kisses on the bottom. La mención no es casual: el tema que abría aquel álbum, I’m gonna sit right down and write myself a letter, fue uno de los primeros que grabó, allá por 1996, nuestra hoy afianzada gran dama.
Esa misma ligereza, ese enfoque plano, como para no molestar a nadie, se extiende a unos solos tan timoratos como escasos. Madeleine terminó a capela y sin amplificación en J’ai deux amours, pero esta noche evanescente dejará poca huella en la memoria.
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