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ROCK | Arctic Monkeys
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los primates refinados

Alex Turner multiplica las posibilidades de sus monos y ya no solo practica el rock con adrenalina, sino la seducción noctámbula

Qué envidia dan los jovencitos talentosos. En esa edad estupenda que son los 27, Alex Turner acaba de lidiar (gajes del oficio) con una laringitis, pero puede ya presumir de una discografía con cinco títulos que figura entre lo más estimulante que ha dado el rock guitarrero en lo que llevamos de centuria. Y su asentamiento como artista masivo se antoja imparable: el tipo de americana clara ante el que ayer se inclinaba un abarrotado Palacio de Deportes no es solo un geniecillo precoz, sino un auténtico seductor de masas.

Turner se ha vuelto sibarita y en algunos temas (Fireside, Reckless serenade, Snap out of it) consiente la entrada de un guitarrista de repuesto para poderse regodear como vocalista teatral. Ni rastro de aquel muchacho que lidiaba las últimas batallas seborreicas: Alex hoy es un dandi engominado de voz profunda, un crooner suburbial, el Richard Hawley de los malotes. Y sus Monkeys pueden ejercer de apisonadora ruidosa y chirriante, pero cada vez otorgan un margen mayor a la melodía, el trazo fino y una indisimulada sensualidad noctámbula. El guitarrista Jamie Cook encarna como nadie esa metamorfosis: el chico de los pedales de distorsión hoy dispara sus trallazos con traje y corbata.

Estos Árticos de Sheffield son tan brillantes e inconformistas que no han dejado pasar un solo año sin ampliar su espectro sonoro. A algunos de sus seguidores más joviales y bullangueros, esos que enloquecen con las más expeditivas inyecciones de adrenalina (Brianstorm, I bet you good look on the dancefloor), se les intuía anoche algo desconcertados con el material del reciente AM: el coro en falsete de One for the road, la batería electrónica para Do I wanna know, las luces rojas y la lujuria en Arabella. Son cosas de la evolución: los primates se han refinado y hay momentos, como en la espectacular Why’d you only call me when you’re high, donde nos quedamos más cerca del Marvin Gaye lúbrico que de los Clash marrulleros.

“Esta es para las chicas”, anunció un Turner siempre lacónico antes de abordar I wanna be yours, baladón de luces blancas proyectadas hacia el cielo, como en una discoteca a las cinco de la madrugada (AM). Tras poco más de una hora de concierto y tres prudentes bises, los Monkeys dieron por finiquitada una faena cada vez más elegante y adulta. Los desajustes hormonales recayeron más bien en los sorprendentes teloneros, los irlandeses The Strypes, a los que no podemos considerar niñatos sino niñitos: de 16 a 18 años en sus carnés. Parecían salidos de un concurso televisivo de talentos precoces, solo que lo suyo es cosa seria. Una réplica adolescente de los Yardbirds, nada menos. El recambio generacional está asegurado.

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