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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Moderación anorgásmica

Dos mentiras juntas, sobre España y sobre Cataluña, no hacen una verdad, sino que multiplican sus efectos destructivos

Jordi Gracia

Mira que es fea la palabra. Es tan antipática ella como su nube semántica: moderación, moderarse, moderantista, moderado. Es una nube anorgásmica, no rima con nada excitante ni invita más que a la cautela prudente y amputacional, el cálculo de riesgos y la inactividad quietista o contemplativa. Porque no hay cosa que no comporte riesgo y no hay proyecto libre de fracasar: de hecho, un proyecto es la definición optimista de un fracaso. La moderación echa para atrás a las siete de la mañana y a las doce de la noche: a todas horas.

Y sin embargo a muchos les da la sensación, por fin, de que esa nube semántica contiene algo más que pusilanimidad o exagerada cautela. Parece encarnar un proyecto de temple político que escape a las radicalidades verborreicas del neocentralismo paradójicamente inmovilista y a las mismas dosis defensivas y ofensivas en el lado del proyecto indepedentista. Pero no sé de nadie a quien le siente bien el predicado, sermoneador o no, de la moderación como proyecto político, ni se me ocurre que la moderación pueda suscitar la menor emoción erótica, que es lo que despierta el independentismo y lo que también despierta el neocentralismo revanchista: son dos sex machin generando endorfinas a todo tren (¿son las endorfinas las que actúan ahí?) contra las que la moderación solo llega a metáfora del relax... poscoital, exhaustas las armas. Eso quizá sea moderación, pero la fiesta ya ha terminado.

Otra cosa es la racionalidad efusiva que proyecte, incluido el proyecto del fracaso, una sociedad más apta para crecer en lugar de jibarizarse, más dispuesta a la generosidad exultante y admirativa que al celo protector y defensivo de sus metros cuadrados, un talante de contaminación hedonista y explotación intensiva de todas las horas, inmoderadamente, de cerca o de lejos. Esa racionalidad explosiva me asegura que la simpleza de resumir en la noción España a una caterva de reaccionarios empobrece la vida de quien la pronuncia, la siente o la piensa. La cultura española del último medio siglo seguirá tan ancha, igual de fértil y de creativa que hasta hoy, aunque aquí siga hincado el tópico de su tradicionalismo, de su caspa castiza, de su boina pueblerina.

Y la racionalidad comporta casi siempre también valentía para desmentir falsedades interesadas. Ni el PP ni el PSOE son partidos equivalentes ni hay comparación sensata de comportamientos políticos entre ambos, salvo que al PSOE se le exija dejar la política y hacerse mártir de una causa ajena. Ninguna caspa ni el menor casticismo hubo en la resolución de impulsar un nuevo proyecto de Estatut por parte de Zapatero (y hasta lograr uno nuevo y mejor que a nadie interesa desarrollar, por lo visto: el de 2006). Quizá incluso lo que hubo fue justamente lo contrario, alguna sobredosis de impulsividad, alguna sobredosis de improvisación y hasta de confianza en la presunta sensatez de los catalanes (probadamente irreal).

Lo que sí parece cierto y rematadamente probado son las dañinas y destructivas campañas del PP español. Primero cortó la hierba bajo los pies de Josep Piqué y su ensayo de acercamiento del PP a la sociedad catalana (para dejar de ser la sucursal de un partido de Madrid). Después encabezó obscenamente una campaña propagandística que iba más allá de la denuncia política y equiparaba interesadamente a Catalunya con el nuevo Estatut, propiciaba sin la menor moderación un equívoco que estallaría un día u otro, porque era una irresponsabilidad y minaba las bases del respeto entre sociedades que conviven democráticamente.

Ninguna moderación en denunciar esa embustera equiparación de ambos partidos, incluidas sus políticas sociales y educativas. Ninguna moderación en aceptar como buena la versión opaca de una palabra que había desaparecido del léxico de TV3, sustituida por Estat espanyol, o por Estat directamente (como si la Generalitat no fuese parte activa del Estado), y que hoy ha reaparecido para asociar sutilmente España y la política inmovilista del gobierno del Estado en relación con Cataluña. Ninguna moderación porque es mentira y la mentira debe combatirse con certidumbres racionales aunque también el buen humor que no sobreabunda en este artículo: si Catalunya no es una sociedad monolítica y granítica, ni se simboliza en monasterios con intensiva y legendaria explotación comercial e ideológica (Montserrat), España no es tampoco un basamento granítico e idéntico a sí mismo, a pesar de sus monasterios legendarios de intensiva explotación comercial e ideológica (El Escorial).

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Dos mentiras juntas no hacen una verdad, sino dos mentiras que multiplican sus efectos perniciosos y destructivos. Las leyendas se combaten con valor, racionalidad argumental y la convicción de que el otro es también racional. Porque las mentiras se pudren y degeneran en cánceres sociales. Lo explicaba Victoria Camps hace unos días. Y lo explicaba excitantemente.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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