Sardinas felices
Gregory Porter suena como en sus discos, el mismo torrente de voz, rotunda y varonil, incluso en las baladas
Llega la hora del concierto y Porter hace su aparición, directamente del bar al escenario. “Se os ve como sardinas en lata”, suelta, a la vista del panorama. Algunas sardinas, privilegiadas, ocupan las mesas frente a los músicos. Otros, la mayoría, nos disputamos un hueco donde no lo hay, allá donde el escenario es solo una referencia lejana y perdida entre las columnas de espejos que sustentan el techo de Clamores Jazz. Con esto que uno vio al cantor como una figura picassiana del periodo cubista, un pie por aquí, un brazo por allá y, entre medias, su gorra con orejeras, de la que no se separa así le brote el sarampión. “Me la pongo porque me gusta”, confesó el susodicho al arriba firmante terminada su actuación del martes, y qué mejor motivo que ese.
Arranca fuerte. Painted on canvas, en la que viene a reivindicarse como cantante de jazz, podría servir como apoteosis final; él la coloca para abrir boca. En No love dying ya estábamos todos haciéndole los coros. Ocurre que, en directo, Gregory Porter suena como en sus discos, el mismo torrente de voz, rotunda y varonil, incluso en las baladas. Hay quien le saca parecido con Marvin Gaye y quien con Gil Scott-Heron o Leon Thomas. Acaso esta sea la mayor virtud de Porter, su capacidad para travestirse en muchos, lo que parece ser un signo identificativo del jazz en estos tiempos: la transversalidad.
Tras el descanso, la única versión: Work song, de Nat Adderley, la misma Canción del trabajo que nuestro Raphael convirtió en la opera prima del ska en español. Raphael y Gregory Porter: difícil imaginar dos cantantes más distintos. De ahí, el concierto derivó hacia el infinito y más allá, con 1960 what?, y Be good, y las sardinas, o sea, nosotros, felices y contentos en nuestra lata… conclusión: aquí, el mejor jazz se escucha en los clubes. Como debe ser.
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