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ROCK
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tesoro compartido

The Posies es una superbanda de éxito más bien restringido, una formación longeva que abre paréntesis de duración impredecible

The Posies, durante su recital en la sala El Sol.
The Posies, durante su recital en la sala El Sol.Kike Para

The Posies son al rock lo que la paradoja al pensamiento filosófico: una superbanda de éxito más bien restringido, una formación longeva que abre paréntesis de duración impredecible, dos amigos del alma cuyas voces se entrelazan mientras los egos colisionan con virulencia nuclear. Pudieron hacer historia, pero eligieron el lugar y momento equivocados: Seattle, en la transición de los ochenta y noventa, mientras Nirvana o Pearl Jam derrochaban más decibelios que ellos. Como todo en la relación entre Jon Auer y Ken Stringfellow está hoy regido por la impredecibilidad, conviene no desaprovechar la ocasión de disfrutarlos. El cuarteto agotó anoche el papel en El Sol y hoy se apresta a un segundo llenazo porque la experiencia resulta edificante para cualquier melómano, pero también porque nunca se sabe cuándo y cómo ha de surgir, si surge, el próximo encuentro.

La comparación con la enrabietada escena grunge ha concedido a los Posies una cierta vitola de chicos suaves, de muchachos amamantados al arrullo de los Carpenters y demás almíbares de los setenta. En realidad, si no fuera por el incómodo espejo de Kurt Cobain o Eddie Vedder, a Jon y Ken les tendríamos por dos tipos bien expeditivos. Su respeto por la melodía es del todo compatible con dos guitarras que se encabritan y arman el suficiente barullo como para que ningún pabellón auditivo salga incólume. Stringfellow agudiza su perfil furibundo con esa desagradable costumbre de escupir ostentosamente en todas direcciones, incluida la vertical, lo que convierte a público y compañeros en potenciales receptores de algún esputo.

La extraña pareja había cohabitado por última vez hace tres años en suelo español, con el álbum Blood/Candy como fruto notable. Para esta gira, en cambio, Stringfellow y Auer han preferido recuperar sus dos trabajos más emblemáticos, Amazing disgrace (1996) y Frosting on the beater (1993), de forma íntegra y respetando el orden primigenio de las composiciones. Se pierde así capacidad de sorpresa, pero se reivindica un legado que en su día pudo quedar injustamente diluido. Están en su derecho, sin duda, y más aún en el caso de Frosting… Con la perspectiva de la distancia, su sucesor suena algo deslavazado, no tan fino de puntería. Iracundo en títulos muy elocuentes (Hate song, Everybody is a fucking liar), pero algo escaso de momentos como Throwaway, cuando todo el público repite “I don’t have it now” a modo de letanía.

Para repasar el disco decisivo hubo que esperar hasta casi la medianoche, previa sustitución de la base rítmica e inesperada dedicatoria de Terrorized a una pareja entre el público llegada desde ¡Singapur! Con un repertorio de solidez pétrea y las gargantas mucho más entonadas, Dream all day sirvió como prefacio psicodélico a la gran fiesta de Solar sister o Love letter boxes, temas para la sonrisa amplia y el recuerdo de los enormes Big Star. Amuletos de dos viejos colegas que se reencuentran con un tesoro compartido.

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