Julia, en cada gesto
La versión carioca de Jatahy de la obra de Strindberg concilia la sensualidad del teatro brasileño con el impecable acabado alemán
Noche de San Juan, en Río: papá está ausente de su mansión, la servidumbre celebra el solsticio y Julia, 16 añitos, se lanza al jardín, su vientre hecho una madeja de hormonas. En pantalla grande, la vemos bailar con Jelson, criado negro, que, prudente, se escurre de sus brazos. Hasta aquí, todo es cine: a partir de ahora, ambos personajes salen de pantalla y vuelven a entrar, a placer. En Julia, adaptación de La señorita Julia, Christiane Jatahy muestra cuán bien calza en la obra de Strindberg la realidad clasista y solapadamente racista del Brasil actual.
El texto de hace 125 años, recortado para que la función dure hora y cuarto, suena como nuevo, y no hay solución de continuidad entre imagen grabada y actuación en vivo (filmada y proyectada a su vez en tiempo real), y cuando la hay, Jatahy aprovecha para hacer divertidos guiños metateatrales. Por ejemplo, para que continúe en vivo la secuencia, filmada en una piscina, en la que Jelson invita a Julia a que le acompañe a su cuarto, la actriz se queda en bañador, exprime sobre su cabeza el llanto de una esponja y entra a secarse en un cuartito fuera de campo, donde él la enlaza por detrás, la besa, la desnuda por completo y la toma, mientras un cámara lo filma todo para que veamos en pantalla grande, orgasmo incluido, el episodio que Strindberg nos escamoteó.
Julia
A partir de La señorita Julia, de Strindberg. Texto y dirección: Christiane Jatahy. Intérpretes: Julia Bernat y Rodrigo dos Santos. Cámara en escena: David Pacheco. Actriz en video: Tatiana Tiburcio. Música: Rodrigo Marçal. Vestuario: Angele Fróes. Luz: Renato Machado y D. Pacheco. Escenografía: Marcelo Lipiani y C. Jatahy. Teatro Valle-Inclán.
En Julia, Jatahy concilia la sensualidad del teatro brasileño, su pulsión telúrica, con el impecable acabado formal alemán: visualmente, parece un espectáculo centroeuropeo, pero la vitalidad de Julia Bernat (tifón en frasco pequeño) y del fornido Rodrigo dos Santos (un Jelson templado pero tumultuoso) son inequívocamente cariocas. Sus amores y sus peleas suenan del todo ciertos. La directora y autora de la versión da nuevo vuelo a los conflictos originales: cuando Julia le pide a Jelson, en pleno zafarrancho sexual, que le diga que la quiere, comprendemos que lo considera una parte de su hacienda y que necesita sentirse dueña también de sus sentimientos; y cuando la cocinera, su novia, le observa que si los señoritos no son moralmente mejores nada justifica que ellos ocupen un estatus inferior, en la pareja se produce una súbita toma de conciencia social..
Aunque quepa objetar que la cocinera aparezca solo en pantalla (por economía), la función está francamente lograda y transmite una voluntad de renovación formal equivalente a la que Strindberg pretendió con la Julia original, además de una vitalidad extraña al texto. A medida que el montaje avanza, lo metateatral se ensancha y el aquí y ahora de la autoficción (la actriz escapándose a la calle, preguntándole al público su opinión, colgando en Facebook su autorretrato tomado con el móvil…) acaba desplazando la ficción dramática hacia los márgenes.
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