La dificultad y el hallazgo
Tras una primera parte irresuelta, el ‘Tirano Banderas’ del Español levanta el vuelo con una teatralidad neta
Buena idea, que no novedosa, esta de crear una polifonía de acentos hispánicos con actores de aquí y de las Américas y una obra tricotada con léxico de ambas orillas: va para tres años que la compañía española The Cross Border Project hizo algo similar con cien veces menos medios (y resultados óptimos) en su emocionante opera prima De Fuenteovejuna a Ciudad Juárez, que merecería ser reprogramada por alguno de nuestros teatros públicos. En la ocasión que nos trae, el mexicano Flavio González Mello, compresor del texto, y el director catalán Oriol Broggi saldrían mejor parados del ambicioso empeño de escenificar Tirano Banderas si recondujeran esa primera parte tan impresionista, abocetada, escasamente dramática y sin eje, preámbulo largo en el cual sus intérpretes, entre tanto cambio de personaje (tocan a seis por barba, de media) no acaban de entonarse ni encuentran su sitio sino muy hacia el final, cuando, en la huida abracadabrante del coronel Domiciano de la Gándara y de Nachito Veguillas, con los sicarios del tirano pisándoles los talones, confluyen con igual fuerza por fin el verbo de Valle-Inclán y la acción granguiñolesca.
Tirano Banderas
Adaptación de la novela de Valle-Inclán: Flavio González Mello. Intérpretes: Emilio Echevarría, Pedro Casablanc, Joaquín Cosío, Vanesa Maja, Susi Sánchez, Mauricio Minetti, Juli Mira, Emilio Buale, Rafa Cruz. Espacio sonoro: Enrique Mingo y O. Broggi. Audiovisuales: Francesc Isern. Vestuario: Ana Rodrigo. Luz: Albert Faura. Dirección escenografía: Oriol Broggi. Teatro Español. Estreno: 14 de octubre.
La segunda parte es otro partido. En la tensa entrevista entre De la Gándara (Pedro Casablanc) y Filomeno, ranchero revolucionario (Mauricio Minetti), dejada sin poda por González Melo, ambos actores encuentran por fin terreno para expresarse y dar la medida de su talento. A partir de aquí, adaptador y director alternan con eficacia escenas dialogadas y otras donde un actor asume sucesivamente la voz del narrador omnisciente y la del sujeto de su relato, que él mismo protagoniza mientras sus compañeros completan el cuadro sin decir palabra, como en un sueño, recurso gracias al cual la relación del periplo crepuscular del Barón de Benicarlés se resuelve con vigor escénico y con una gracia no menor a la que tiene cuando la leemos, y el relato del final trágico, durante el cual tres narradores se arrebatan la palabra, se traduce en un cuadro rotundamente teatral.
Falta mucha novela en esta segunda parte, pero poco importa: lo que se cuenta está bien escogido y mejor resuelto. Cabe quizá discutir a sus artífices si, habiendo tenido que sacrificar tanto material original sustancioso, valía la pena convertir al ciego lechuzo en un trasunto de Max Estrella e incorporar tanta cita de la obra teatral de Valle-Inclán, aunque pillarla pueda resultar un juego satisfactorio para conocedores.
El Tirano Banderas del mexicano Emilio Echevarría tiene una altivez rígida, de ave disecada, y un adecuado prestigio cadavérico, y entre el coro de actores que, acordado con la puesta en escena, está mucho mejor en la segunda parte, Casablanc, por su precisión, y Joaquín Cosío, por la rotundidad con que se desenvuelve, se erigen como corifeos.
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