La felicidad tiene los ojos cerrados
‘El cuartito al final de la escalera’, de Carole Fréchette, es una obra íntima fascinante sobre el daño que se inflige para amasar riquezas
“Esta es mi casa, solo le faltas tú. Tiene un salón otomano, uno inglés, uno vienés 1900… y 28 habitaciones. Ahora te parece grande, pero pronto se te hará escasa. Solo te pido que no subas al cuartito que hay al fondo del pasillo angosto, al final de la escalera”. Allí, ante la puerta prohibida, dilucidando si colarse o no, está Gracia al comienzo de esta obra fascinante sobre el secreto en que se tienen las cosas que mueven el mundo, el daño que se inflige para amasar riquezas y la disyuntiva entre asumir una ignorancia cómplice o levantar el velo, asumiendo las consecuencias.
En El cuartito al final de la escalera, Carole Fréchette podría haberse contentado con llevar a término el relato de un descubrimiento espantoso hecho con ojos inocentes (tal y como Caryl Churchill en el primer acto de Far Away); o haber escrito la peripecia de una mujer que se despierta desposada con un barbazul, o la historia de cómo una criada va apropiándose del lugar de su señora, pero estos tres escenarios por los que su obra avanza simultáneamente desembocan en otro de mayor alcance, donde asistimos al hallazgo del lugar del alma donde Gracia guarda sin saberlo su versión de una realidad doliente universal de la que siempre se mantuvo ignorante y a salvo, excepto por esas lágrimas que derrama cada noche desde niña.
El cuartito al final de la escalera
Autora: Carole Fréchette. Traducción y dirección: Mauricio García Lozano. Intérpretes: Carlos Corona, Karina Gidi, Aileen Hurtado, Paloma Woolrich, Gabriela Pérez Negrete. Guitarra: Carlos Larrauri o R. Zambrano. Música: Raúl Zambrano. Producción: Teatro del Farfullero. Teatro Valle-Inclán. Del 10 al 13 de octubre.
Fréchette conduce con aliento mágico el relato en primera persona de la protagonista, lo muta en diálogo interior con su madre y en acotación que torna innecesario el uso de escenografía y utilería, lo lleva con arrojo siempre más allá de lo que el espectador imaginativo es capaz de anticipar y lo vierte a ritmo de thriller en un final alucinado donde a cuantos puntos de vista se ofrecen se impone el de Gracia, por ser ella el único personaje que obra en contra de lo que su interés le dicta y por la convicción kamikaze con que Karina Gidi, actriz que ante nuestros ojos asombrados va de crisálida a mariposa en hora y cuarenta minutos, asume el reto inmenso de desvelar lo oculto.
La puesta en escena de Mauricio García Lozano está a la altura del envite: es limpia y seca como tajo de alfanje, y deja millas a la imaginación del público. Prominentes también, las actuaciones de Carlos Corona (el financiero seductor con cara B); Verónica Langer, cuya agrisada fámula va adquiriendo una sensualidad inimaginable a medida que Gracia le dona sortijas y pulseras; Gabriela Pérez Negrete (Ana, la hermana, pedernal del que Gracia saca la chispa decisiva) y Paloma Woolrich, que ha asumido el papel de la madre sobre la marcha como si viniera haciéndolo desde siempre. Punzante, el espacio sonoro que Raúl Zambrano crea con una sencilla guitarra.
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