Acerca del ‘Lago’ cubano
Los protagonistas están compenetrados, seguros y dan intensidad a los pasajes
¿Una crítica más de El lago de los cisnes? Pues tratándose de un clásico tan señero como especial, tan popular como importante para la historia de las artes escénicas, debemos volver sobre el título, profundizar en las claves estéticas que sostienen el producto coréutico total, un continente tardormántico (que parte de la partitura de Chaicovski de 1877) y depurado hasta su cristalización definitiva por el academicismo ruso de fines del siglo XIX con Petipa e Ivanov. Durante todo el siglo XX muchos coreógrafos han metido la mano allí, y es lógico. Lo que vemos es un resumen del tiempo transcurrido sobre una lectura precisa. El director musical Giovanni Duarte manejó atentamente a una cohesionada Orquesta de la Comunidad de Madrid.
La escenografía de este Lago (responsabilidad del pintor Ricardo Reymena) es un proceso largo que conoce bien todo el que siga a esta compañía. Hay que decirlo con sus palabras exactas: ahora es más digna y responde a una economía de supervivencia, en la que vive la agrupación desde hace décadas. Clama que se haga un nuevo vestuario integral de la obra, unificado en dibujo y una gama cromática más discreta. Los nuevos telones del segundo y cuarto acto son convencionalmente discretos y el tercer acto de aire gótico sigue siendo el mejor. El fondo del primer acto padece ese exceso colorista que parece ser una mala fiebre tropical, nada que no tenga remedio, brocha en mano.
Este Lago cubano (muestra elocuente de los poderes de la Escuela Cubana de Ballet) no es el primero del Ballet Nacional de Cuba y responde a la última síntesis propuesta por Alicia Alonso en 1979 y después en la década de los ochenta. Pero aún en esa hábil consunción con la que se puede o no estar de acuerdo, hay detalles sostenidos de gran predicamento filológico: la lectura del pas de trois y el retablillo (fábula de las urracas) del primer acto o la variación masculina del segundo acto, momento excelso de la función de anteayer.
La compañía caribeña se muestra revitalizada de nuevos bailarines a la vez que, como conjunto, mantiene sus particularidades; es muy cierto que bailan distinto de los rusos, de los franceses, de los norteamericanos. Un purista, un ortodoxo “a la rusa” tendría reparos, pero lo cierto es que hay que entender a los clásicos a través de su cuerda específica, de esos cambios a través de las escuelas y que, como clásicos al fin, soportan gallardamente el detalle singular en el modelado.
Y es de rigor referirse, por encima del empastado conjunto, a la pareja protagonista: Anette Delgado (en el doble rol de Odette, Cisne Blanco y Odille, Cisne Negro) y Dani Hernández como el príncipe Sigfrido; ellos hacen una pareja compenetrada y segura, cumplen con todos los rigores comunicativos que exige el libreto clásico, y a la vez, dan intensidad a los pasajes más sentimentales. Y si Delgado es una bailarina técnica y con espíritu, Hernández es sencillamente excepcional: no solamente es un primer bailarín en toda regla sino que su baile es sensible, atinado, elegante y sin artificios circenses, dando a su fraseo terminación y aportando musicalidad a un baile lleno de estilo. Resumiremos que es virtuoso sin caer nunca en la tentación de la exhibición gratuita y el efecto, lo que ya es muchísimo.
En los Teatros del Canal hasta el próximo domingo, inclusive.
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