El gran patio electrónico
Es un diario íntimo en público, un paso hacia la destrucción de lo privado
Vi el otro día en unos lavabos a un hombre que, ante el urinario, tecleaba sonriente en su teléfono móvil. Sin salir nunca de la franja costera entre Granada y Málaga, este verano he visto a mucha gente en conexión telefónica perpetua, en la calle, en un descampado, en bares, gasolineras y autovías. He descubierto una nueva forma de ensimismamiento en masa, algo místico, criaturas con la mirada baja, sobre el teléfono, y he recordado los ojos devotos de la imaginería religiosa: la Magdalena arrepentida de Caravaggio, que un día encontré en la Galería Doria Pamphili de Roma, las vírgenes sonrientes de Murillo, las esculturas de José de Mora en Granada, en el Palacio de Carlos V. Pero en los telefonistas silenciosos lo normal es una sonrisa plácida, la mano alrededor del teléfono, literalmente manoseando palabras, como pasando las cuentas de un rosario.
Por más que los veo, siempre me asombra su estado de atención incesante al aparato electrónico. Parece haber una necesidad ansiosa colectiva de mandar y recibir mensajes, signos de existencia. Todavía no tengo teléfono móvil, lo siento, pero algún amigo me ha dejado asomarme a los avisos y recados que intercambia a través de la red Whatsapp, y he entendido un poco por qué nadie se cansa de esperar y devolver al teléfono una palabra o una frase que ni siquiera llega a frase. Se trata de un juego de ingenio, entre la austeridad lingüística y la agresividad publicitaria. Es una forma de entretenerse rápida y económica, que a veces ni siquiera llega a espasmo verbal y se queda en emoticón, que en inglés se dice smiley.
Smiley se llamaba el espía que inventó John Le Carré, aunque aquel Smiley era un individuo complejo, reflexivo, muy serio, especialista en la poesía alemana del siglo XVII, y los emoticones, esas caras abstractas, alegres o amargadas, perplejas o escandalizadas, indignadas o eufóricas o impasibles, expresan juicios o reacciones elementales, instantáneos. Supongo que estos modos de escribir afectarán a los modos de hablar, de pensar, de relacionarse. No hay tiempo de releer lo que se escribe, la gramática depende de la velocidad del pulgar que teclea, y se confunden letras, que acaban comidas, desordenadas, y las palabras se deforman, y desaparecen los peros y los porques y los porqués. Es lo que da tiempo a teclear mientras se espera la vuelta en la caja del supermercado, una mano tendida hacia el dinero del cambio, otra en el teléfono, que le está haciendo una foto a una sandía.
He descubierto una nueva dedicación permanente a la palabra escrita, algo parecido a la veneración. El arrobamiento ante el teléfono, casi nunca usado para hablar, es muy corriente en el público de los bares, donde algunos clientes parecen divertirse más con su aparato inteligente que con la gente próxima. Los camareros disfrutan estos días de calor pesado las condiciones vigentes del mercado laboral, libre y flexible: multiplicación de horas no pagadas, acumulación de trabajo para muchos en unos pocos, fin natural de los convenios colectivos, disolución de los sindicatos, es decir, de la capacidad de defensa de los trabajadores frente a la empresa. No sé si la inmensa soledad del trabajador individual encontrará compensación en la masiva comunidad intertelefónica.
La multitud entrelazada a través del aparato electrónico me ha recordado la hipótesis de aquel entomólogo que veía en un hormiguero un individuo único, compuesto como nuestro cuerpo por millones de células, aunque sus células fueran hormigas. El hormiguero sería un multiorganismo, una personalidad colectiva, con pensamiento y acción en común, como ese grupo de gente que ahora mismo está unida a través de los mensajes telefónicos, todos hablando a la vez entre sí como cuando hablamos con nosotros mismos, intercambiándose la crónica instantánea de sus impresiones y sus actos. Es un diario íntimo en público, compartido, que podría ser considerado un paso hacia la destrucción voluntaria de lo privado, todos espías de sí mismos en una colectividad de patio de vecinos, o de patio de cárcel o cuartel, aunque el cuartel o la prisión sean enormes.
Justo Navarro es escritor.
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