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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una celebración del beso ruso

El mismo día en que otra gente pierde su derecho a sentarse en un banco o pasear por la acera, también nosotros lo hacemos

Amo Rusia. Mejor dicho: amo su literatura, su historia, su bebida y su frío. No podría contemplar una existencia sin Dostoievski, sin Tolstoi y Turgueniev, y mucho menos sin Pushkin y Chéjov, las mejores lecturas de verano y de vida. Amo el desconcierto de Napoleón en los palacios vacíos de Moscú, la princesa Anastasia con sus usurpaciones, ese tenebrismo helado de Siberia y aquella evocación de Leonardo Padura de la última salida en tren de Trotsky, con el vagón varado por la nieve, en El hombre que amaba a los perros.Una gente que es carne de cañón, primero por los zares y luego ante los sóviets, inventando de nuevo todo el absolutismo proletario. Rusia siempre ha sido una fascinación, una especie de territorio salvaje que se ha mantenido tan intacto como el vodka en la versión ligera del martini o esa resistencia legendaria de su pueblo abnegado, y también proteico, ante la barbarie encadenada de sus dirigentes.

Ahora, todos esos abusos heredados se concretan, aparentemente, en un solo colectivo: el mundo no heterosexual, con esa aprobación de la llamada "ley anti-gays", que ha convertido Rusia en un campamento veraniego de safaris urbanos para cazar, torturar y asesinar homosexuales. No es algo reciente. Ya en mayo, durante las manifestaciones para protestar por esta iniciativa legislativa no sólo discriminatoria, sino directamente nazi, por su carácter de segregación, la policía moscovita prefirió detener a los manifestantes —gays y lesbianas mayoritariamente—, en lugar de protegerlos de sus agresores. Treinta homosexuales fueron detenidos, como informó Amnistía Internacional, tras ser salvajemente golpeados y rociados con gas pimienta. Incluso habiendo sido identificados y detenidos algunos de sus atacantes, la policía no inició una investigación, y así quedó patente esa connivencia del Estado con las agresiones.

Después del asesinato de un muchacho gay, torturado por un grupo de nazis rusos y publicitado en Internet, Wentworth Miller, el protagonista de la serie Prison Break, ha rechazado acudir al festival de cine de Moscú, admitiendo su homosexualidad: "Gracias por su amable invitación. Como alguien que ha disfrutado de anteriores visitas a Rusia, me haría feliz decir que sí. Sin embargo, como un hombre gay que soy, debo declinar". La reacción es valiente, como el beso concienciado entre las atletas Kseniya Ryzhova y Tatyana Firova, campeonas del 4 x 400, al recoger el oro. No sólo de los gestos vive el hombre, pero hay gestos que son una declaración de voluntad.

En materia de derechos civiles, cualquier tipo de ataque es colectivo. No se puede mirar hacia otra parte si la singularidad afectiva o sexual de cualquier individuo es perseguida. No van contra los gays, sino contra la gente. Contra todos nosotros. Y ya nos tocará, como fue comprobando Stefan Zweig mientras iba escribiendo esa monumental crónica humanista de una desolación que es El mundo de ayer. A pesar de su totalitarismo, Europa tiende una cortina de humo sobre su aliado natural, con complicaciones estratégicas, aunque sólo sea democrático en su economía neoliberal. Hemos olvidado a la valiente Anna Politkóvskaya, aquella periodista tan crítica con Putin que denunció los crímenes de guerra del ejército ruso, su exterminio sistemático de la población chechena, que fue tiroteada en la puerta de su casa; y parece una noticia lejana que cualquier líder opositor a Putin acabe, misteriosamente, juzgado y en la cárcel, mientras los cazadores de gays campan a sus anchas por las calles de Moscú.

Los rusos son un pueblo que siempre sobrevive, pero quizá los demás no sobrevivamos a estos vientos del este, sin promesas y con lamentación. Desde la caricia almeriense del mar y su luz en la piel, Rusia es la extensión temida sobre el mapa de las dictaduras encubiertas. Pero si algo hemos aprendido de todo el siglo XX es que el mismo día en que otra gente pierde su derecho a sentarse en un banco o pasear por la acera, también nosotros estamos empezando a perderlo.

En Andalucía, con nuestras contradicciones, vivimos y dejamos vivir. Con el régimen represor de Vladímir Putin, los rusos sólo viven, libremente, en su literatura.

Joaquín Pérez Azaústre es escritor.

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