Un escalofrío a 30 grados
Portishead electriza el Low Cost con canciones repletas de angustia y desazón
Humedad. Bochorno. Una "P" que palpita en una pantalla gigante y un latido que parece buscar una sintonía con poco éxito. Una cadencia que acelera, un muelle que resuena en algún punto de la noche y se torna en un sonido cortante. Una mujer llamada Beth Gibbons que se agarra al micro como si pudiera caerse en cualquier momento. Y una frase que resuena con el estribillo: “¿Sabías cuándo perdiste?”. De pronto, la atmósfera parece haber ganado densidad.
Portishead, la cabeza de cartel del Low Cost, arrancaba con Silence en la medianoche benidormí. Muchos festivaleros no lo entendieron. Alguno dijo “cuánta melancolía para un festival”. Otros renegaron, querían bailar. Otros bromearon con que al comprar el tercer disco te regalaban un revólver o que podrían ser la banda sonora de Twin Peaks.
Beth Gibbons, Geoff Barrow y Adrian Utley podrían haberle hecho todas las canciones que hubieran querido a David Lynch. Pero prefirieron sacar tres discos en 20 años. Y su único concierto del año en España, darlo en Benidorm. Extraña ubicación —con 320 días de sol—, para una gente que hace canciones que bordean el ataque de pánico.
La banda nació en 1991 en Bristol. Allí les pusieron la etiqueta del trip hop junto a Tricky y Massive Attack. Sonaban distinto, pero eran similares en la composición y en la inspiración. Creaban atmósferas inquietantes. Y así sigue Silence: “Vacíos en nuestros corazones, llorando en silencio”.
Portishead es una destiladora de dolor. El rictus de Gibbons al cantar te hace creer que sufre articulando los versos, que se ahoga. Salen de su boca como si fueran de terciopelo, acompañados de una música que unas veces parece rememorar una orquesta de violines en un ballroom de paredes desconchadas donde un maniquí sueña con ser princesa; y otras inspira vidas rotas, susurros que gritan pidiendo ayuda. Imposible que la espalda no se erice oyendo a Gibbons decir a un hombre “siembra un poco de ternura, no importa si lloras”. Esta mujer de apariencia desvalida suscita una pregunta turbadora: ¿Cómo puede sonar hermoso algo tan desesperanzador?
En Wandering Star, en un momento Gibbons se aleja de la primera línea del escenario. Como si se apartara. “Estrellas errantes, para quien está reservada la negrura de la oscuridad, por siempre”... Y el público calla y, a mitad de la canción, aplaude cuando ella enmudece. Se llama emoción. La que sintió el respetable al entonar Glory Box (“dame una razón para amarte, dame una razón para ser mujer”). La que transmitió la banda con Roads, Sour Times, The Rip, etc: testamentos del desamparo y la soledad.
Y también está el dolor. El dolor físico que inspiran los audiovisuales que ayudan a la banda mientras redoblan unos tambores electrónicos en Machine Gun, que suenan como si te troquelaran la espina dorsal. La inquietud no cesa: imágenes de enfrentamientos entre policías y ciudadanos; gráficos sobre la deuda pública portuguesa y española. Y una bomba atómica que iluminó el escenario al completo.
La banda se despide tras casi hora y media con We carry on. Y Gibbons languidece una vez más: “Oh, no lo puedes ver, aferrándome a mi corazón sangro el gusto por la vida”. Imposible no sentir nada. Si acaso un escalofrío. El calor no es excusa. Portishead te hace sudar con frío.
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