El pellizco inconfundible
Mark Knopfler, a sus casi 64 años, convoca a cerca de 10.000 fieles en una plaza de toros
Hay artistas tan incombustibles como poco amigos de los sobresaltos. Mark Knopfler es uno de ellos. Su condición de músico impecable, incapaz de publicar un álbum que integre esa lista negra de patinazos que en el rock siempre han sido, viene acreditada por casi cuatro décadas de trayectoria y una veintena larga de trabajos, entre los propios, las bandas sonoras, los de Dire Straits y algunas colaboraciones. Y ese mismo aval discográfico es el que corrobora una cierta sensación de inmutabilidad, de repertorio intercambiable. Knopfler escribe ahora como escribía cuando lucía melena ondulada y generosa, con la excepción de los dos o tres éxitos que en su día fue capaz de deslizar en la programación de la MTV. Le falta la cinta en el cabello, hoy a todas luces innecesaria. Por lo demás, es el mismo dandi desgarbado de siempre: ni falla, ni defrauda, ni sorprende.
Se produjo anoche en Las Ventas ese inevitable fenómeno del déjà vu. La última vez que nos encontramos con el escocés fue en este mismo recinto y también en los estertores de julio, hace justo tres años menos tres días, y las vibraciones de aquella velada no difirieron mucho de la de esta. Desde entonces solo ha acontecido que Knopfler dispone de un muy notable nuevo disco en solitario (Privateering), que además es doble y constituye su séptimo título en primera persona, con lo que supera ya los seis que llegó a entregar al frente de los viejos Dire Straits. Pero el pulso resultó muy similar: repertorio sosegado, evocador, de referencias ilustres y factura irrefutable, para disfrutar sin alteraciones ni sorpresas. Y con alguna concesión, cada vez menos, al cancionero de los Straits.
Lo menos esperado, en realidad, tuvo que ver con la impuntualidad. Hasta las 22.19 hubo que aguardar a que el de Glasgow se situara, con la sobriedad habitual (vaqueros negros, camisa azul, ningún aspaviento) en el centro del escenario. Se comporta Knopfler como el artista veterano y adusto que lo fía todo a su solvencia musical, sin alharacas escénicas ni luminotécnicas, sin populismos ni florituras. Pero conserva intacta una virtud colosal, de valor incalculable: sabemos que es él, y no otro, en cuanto pellizca las dos primeras notas de su guitarra. Por mucho haya unas cuantas miles de Fender Stratocaster blanquirrojas circulando por el planeta.
Por más que sus glorias pasadas le permitan convocar a cerca de 10.000 fieles en una plaza de toros, Mark Knopfler es hoy, a sus casi 64 años, un artista más tradicional que de masas. What it is constituye un magnífico arranque con esa mezcla de guitarra eléctrica y violín irlandés, Corned beef city se acerca más a ese country-blues que Knopfler cultiva desde The bug o aquel efímero grupo llamado The Notting Hillbillies, y las especias esmeraldas recuperan todo el protagonismo con Privateering y, sobre todo, Father and son, fabulosa melodía para uileann pipes (gaitas irlandesas) incluida en una notable y casi olvidada banda sonora, Cal (1984), que constituye la mayor sorpresa de esta gira. El jefe sabe con quién se juega los cuartos: le escoltan John McCusker y Michael McGoldrick, aristócratas indiscutibles de la causa celta.
Entre las elecciones atípicas también surge I dug up a diamond, que suena casi a continuación y proviene de aquel álbum que nuestro protagonista rubricó junto a Emmylou Harris, la gran sacerdotisa country. Había que andar fino de memoria, pero los fieles más irreductibles, esos que reservaron entrada en el albero (sonido y perspectiva insuperables), las tarareaban todas.
Mucho más sencillo fue seguir el curso de los acontecimientos con Romeo and Juliet, primera concesión a su histórica banda para la que hubo de esperar casi 40 minutos. La pieza data de 1980 y Knopfler debe de haberla interpretado unos cuantos millones de veces, pero se agradece que aún sea capaz de extraer algún destello inédito a la hora del punteo. La ovación fue unánime y allanó el camino para Gator blood, blues-rock ácido y polvoriento, con el octeto reducido a cuarteto y Guy Fletcher abandonando el órgano para soplar la armónica. O Postcards from Paraguay, entre céltica y andina, pero siempre knopfleriana. Un paisano acercó tímidamente hasta la primera fila una bandera paraguaya antes de que el servicio de seguridad le conminara a recuperar su asiento.
La euforia ya fue del todo incontrolable a partir de Telegraph road, quince minutos de apoteosis sinfónica y guitarrera con la que las sillas se tornaron inservibles y el alborozo reinó en la arena, como si de repente nos hubieran redimido de treinta veranos a nuestras espaldas. Knopfler prolongó su pellizco inconfundible a lo largo de dos bises con solera, So far away y el instrumental Going home. Y, muy adecuadamente, el personal se retiró para casa con la sonrisa encendida y el influjo de esa luna casi llena.
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