Salvar la vida
Sus dibujos pornográficos permitieron a José Cabrero Arnal sobrevivir en Mauthausen
La historia de José Cabrero Arnal empieza en el corazón de la Barcelona de los años treinta. Una ciudad con más de 80 cines, repleta de cafés y cabarets, el deporte de moda es el boxeo, su población es tumultuosa y vanguardista, violenta y culta, miserable y burguesa. Arnal ha llegado de un pueblo de Huesca con sus padres y sus hermanos, pero ya a los 18 años se pasea vestido de dandi barcelonés, como los que compran la revista Mirador,con su sombrero de ala ancha, la pajarita diminuta, jersey de pico. Su padre, Emeterio, es un labrador que aquí ha encontrado empleo de policía y no concibe para sus hijos ningún trabajo de tipo artístico.
Pero a Cabrero Arnal el dibujo le va a salvar la vida por dos veces. La primera, ahora mismo, en el inicio de su carrera. Sabe que con su talento podrá salir de su casa del Guinardó y colarse en la Barcelona nocturna, en el Bataclán, en el cabaret de la Criolla, en la casa de Madame Petit, en los garitos del barrio chino. Con sus caricaturas consigue entrar en estos lugares donde por edad le está vedado, conocer a gente, ganarse a las bailarinas. Se entrena para ser boxeador, pero le parten la nariz y prefiere dejarlo. Sigue dibujando. Le encargan historietas de TBO, KKO..., portadas para L’Esquella de la Torratxa, donde ridiculiza a Alfonso XIII. Pero antes que la política, él prefiere al Gato Félix. Ha cogido el estilo americano copiando el trazo de Pat Sullivan. La suya será la primera generación de dibujantes españoles que utilice onomatopeyas y bocadillos. Quiere divertirse, sentirse libre y dibujar. En la revista Pocholo será una de las primeras firmas. Le llaman del cine Volga (luego fue cine Gloria) para que dibuje durante un pase infantil y el acontecimiento es anunciado en La Vanguardia...
Es entonces cuando estalla la guerra. José Cabrero Arnal no es ni anarquista ni marxista, nunca ha militado en ningún partido, en ningún sindicato; pero quiere defender su estilo de vida, su libertad, y se alista voluntario con la República. Pudiendo hacer carteles de propaganda, elegirá combatir en el frente. Aparece como artillero, le hieren en una pierna y cuando se cura se va con una compañía de ametralladoras a la batalla del Segre.
Extraño en cualquier país, creÓ a ‘Pif’’,
Su sobrino Daniel Cabrero le recuerda en la casa familiar del Guinardó, en la calle de Escornalbou: “Era muy vivo. Cuando llegaba de permiso lamía el pan para que nadie se lo tocara. Aún le veo, yo tendría entonces cuatro años, poniendo las historietas al trasluz de la ventana y marcando con pintura los colores para la imprenta”. Daniel Cabrero tiene ahora 81 años y da clases de pintura en el centro cívico del Guinardó. “Mi tío era un bohemio. Vivía en casa con nosotros y a veces se las tenía con mi madre porque llegaba tarde y no siempre se procuraba su manutención”.
Tras la caída de Barcelona, Arnal va a recalar en el campo de Argelès. Luego al de Barcarès. En el de Saint-Cyprien trabará amistad inquebrantable con Joaquim Amat-Piniella, Ferran Planes, Pere Vives y el militar Hernández, que juntos formarán la pinya dels cinc. Ferran Planes lo describe después como un “libertario sin doctrina ni sistema”. Un día los mandan a la línea Maginot en una compañía de trabajo. Forman parte de un grupo de 25 españoles, todos comunistas, excepto ellos. Van sin armas, llevan el uniforme gris de la guerra del 14 y cobran medio franco al día.
Mientras en los barracones se discute por la Guerra Civil, él dibuja soldados que sueñan con Joséphine Baker. En un ataque de la aviación nazi, los cinco amigos son detenidos y entregados a la Gestapo. Planes y Hernández se fugan, pero a los otros tres los llevan al campo de exterminio de Mauthausen. Ara sí que estem fotuts!, son las históricas palabras de Amat-Piniella al ver aquel campo. En Mauthausen es donde gracias al lápiz Arnal va a salvar su vida por segunda vez. Los dibujos pornográficos que hace para los oficiales le libran de la cantera. Cuando los aliados les liberan del campo, Arnal tiene 36 años y pesa 45 kilos. Pere Vives no ha sobrevivido. Entonces el dibujante inicia un vagabundeo indigente por las calles de París. Duerme en bancos sin otra ropa que la de deportado. Canta en el metro y en la calle para que le echen monedas. Le recoge la Cruz Roja Republicana y le pone en contacto con los comunistas franceses. “Fueron los comunistas los primeros que me dieron trabajo”, confesará a Montserrat Roig, que recoge su testimonio en el libro Els catalans als camps nazis.
Así empieza a dibujar para L’Humanité, donde en 1948 crea Pif, su personaje más popular y el perro más famoso del cómic francés. Es la mascota de una familia obrera. Luego pasa a Vaillant, otra publicación del partido comunista, y tal es la celebridad de su personaje que a mediados de los años sesenta la cabecera se subtitulará: Le journal de Pif le chien. A finales de esa misma década, el nombre de la revista será directamente Pif-Gadget. Se vende por toda Francia y algunos países de detrás del telón de acero. Va a dejar huella en los niños de esa época. Houellebecq evoca en Las partículas elementales la ilusión con que esperaba los jueves a que saliese la revista.
Cabrero Arnal nunca volvió a España y jamás obtuvo la nacionalidad francesa. Se la negaban por comunista hasta que desistió y dejó de pedirla. Pero pertenecía más a un estilo de vida que a una ideología. A falta de una patria, se compró un pequeño piso en las afueras de París y un Simca Élysée. Cuando murió en 1982, al día siguiente de cumplir los 73 años, también era un extraño para los tebeos. Ya por entonces el colectivo de la bande desinée fue incapaz de reconocerle. Solo últimamente, el nieto de otros republicanos exiliados, Phlippe Guillen, profesor de Historia, le ha dedicado un libro maravilloso: José Cabrero Arnal. De la République espagnole aux pages de Vaillant, la vie du créateur de ‘Pif le chien’ (ed. Loubatières, 2011). El olvido es un silencioso campo de exterminio.
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