Por si acaso
"Una cosa es aceptar y asumir a la Benemérita y otra muy distinta que pase a formar parte de la familia”
Hubo un tiempo en vida de papá en que una escopeta colgaba del ropero de un cuarto que empezó por ser la peluquería de mi tía, se convirtió después en estudio y ha acabado finalmente anegado por la lluvia, víctima de una multifuncionalidad mal entendida, como si fuera un apéndice de casa, alejado en cualquier caso de la morbosidad de un trastero. Aunque pueda parecer que no era precisamente el mejor sitio para un arma, siempre pensé que no podía estar mejor guardada. Nadie la utilizaba, y mucho menos mi padre, al que nunca le gustó cazar, y solo incomodaba a mamá, siempre temerosa, preocupada porque ya se sabe que a las escopetas las carga el diablo y cuando papá se enfurecía tenía la fuerza de mil demonios. Jamás le convencieron para que se la quitara de encima cuando en el pueblo se dormía sin echar la llave. “Por si acaso”, respondía siempre que se le preguntaba para qué la quería si ni siquiera sabía apretar el gatillo. Murió sin cargar el arma, convencido sin duda de que si nadie entró jamás en casa fue porque se sabía que tenía una escopeta, “por si acaso”, una amenaza más disuasoria que una buena caja de cartuchos
El “por si acaso” funcionó bastante bien que yo sepa en muchos sitios, y si muy de vez en cuando se oía algún tiro era para espantar el miedo desde el balcón o porque alguien había decidido acabar con su propia vida en la alcoba. Los dramas rurales han dado para tanta literatura como los cuentos de ladrones y serenos en las ciudades. La escopeta servía sobre todo para tirar a los conejos, a las perdices y al plato en los concursos de la fiesta mayor, y su censo corría a cargo de la Guardia Civil. La revisión estaba garantizada si mediaba sobre todo una pieza de caza, mejor si podía ser una liebre. No se consideraba propiamente un regalo sino que era una declaración de intenciones que permitía ganarse la complicidad del Cuerpo. Había un protocolo que garantizaba de alguna manera la convivencia con la Guardia Civil. Los agentes se adaptaban pronto o tarde desde su casa cuartel de las afueras, conocían el territorio, resultaban relativamente próximos, estaban bien conectados con los alcaldes y jueces de paz de los pueblos y se hacían respetar incluso por las tribus de jóvenes que iban y venían de día y de noche sin carnet de identidad ni de conducir.
Los Mossos han dejado de aparecer y desaparecer, con el tiempo se han hecho visibles y ahora son más o menos tratables
La última vez que llenamos de mierda la piscina de un señorito que se negaba a administrar el agua en época de sequía, la Guardia Civil no tardó ni un día en presentarse en casa para advertir a papá de que a la próxima su hijo iba a dormir en el cuartelillo. La tolerancia tenía un límite y el intercambio de información facilitaba el control incluso de las partidas de cartas en que los payeses ricos se jugaban las fincas con los tratantes de ganado más puñeteros. Y a aquellas parejas de la Benemérita recién llegadas que confundían la autoridad con un ataque de importancia, convencidas de que los méritos se ganaban con un fajo de multas, se las ninguneaba con tal desprecio que acababan por vencerse sin remisión por consejo de su sargento y de las autoridades locales. No era difícil la convivencia y se imponía la tolerancia, naturalmente desde el distanciamiento. Todavía recuerdo el disgusto del padre de un amigo cuando supo que su hija se quería casar con un guardia civil. “Una cosa es aceptar y asumir a la Benemérita”, se maldecía, “y otra muy distinta que pase a formar parte de la familia”.
Ahora las hijas y los hijos de algunos padres amigos míos estudian para guardas forestales o mossos de esquadra cuando antes aspiraban a bomberos, unos y otros normalmente mal vistos por los payeses, que siempre renegaron contra los que dejaban la tierra para ser funcionarios y ahora están encadenados a la subvenciones de la Comunidad Europea. Los Mossos han sido mal vistos durante años en el campo por su falta de oficio y coordinación, por un despliegue mal concebido y por su condición de cuerpo represivo a cambio de no se sabe muy bien qué puesto y porque ni siquiera consolaban al desgraciado. La gente sabía quiénes eran y, sin embargo, ellos no conocían a nadie. El sentido común fue sustituido por un reglamento parido en un despacho. Nadie les tomaba en serio sino que se les tenía por una oficina ambulante de recaudación dada su facilidad para sancionar: se contaban chanzas sobre sus desventuras, había mofas sobre sus andanzas y se organizaron incluso algunas batidas para asustarles o dejarles en ridículo.
Los Mossos han dejado de aparecer y desaparecer, con el tiempo se han hecho visibles y ahora son más o menos tratables. No ha sido fácil acostumbrarse a su presencia. Ocurre que todavía no responden a su condición de agentes de seguridad en un momento en que precisamente ha aumentado la sensación de vulnerabilidad. Aseguran que el número de delitos y faltas cometidos en Cataluña ha disminuido por tercer año consecutivo —en 2012 hubo un 0,38 % menos que en 2011—. El problema es que los robos con violencia en el interior de los domicilios ha aumentado un 6,58%. Los sindicatos argumentan que la policía trabaja en unas condiciones cada vez más precarias: se han perdido 479 coches de patrulla, se han suspendido nuevas promociones y disminuyen las prácticas de tiro por falta de munición. El recorte presupuestario limita a los Mossos, que no pueden con todo, mientras los payeses se quejan de que ya no les queda nada.
Al final resultará que, con la tirria que se tienen los unos a los otros, acabarán vigilándose entre ellos
Hoy se roban terneros y cerdos en las granjas; gasoil y maquinaria agrícola en los cobertizos; instalaciones eléctricas y de riego para sacar cobre en las plantaciones; frutas y hortalizas en los huertos; y hasta televisores y congeladores en las casas. No es fácil delimitar responsabilidades ni encontrar remedio si es que el hambre tiene cura. Desconfiados por naturaleza, grandilocuentes en la denuncia, desprotegidos de por vida, muchos payeses han decidido velar personalmente por sus propiedades y combatir la llamada comodidad de la delincuencia con los somatenes. Ya los hay en muchas comarcas desde que comenzaron en Alcarràs y se extienden por Cataluña y Aragón. Aunque los vigilantes no van armados, sino que simplemente se valen de móviles y linternas para controlar los movimientos sospechosos, el somatén fue disuelto por el Senado en 1978 y ha sido prohibido por el Parlament desde que el actual consejero del interior Ramon Espadaler corrigiera al anterior Felip Puig. Ya se sabe que la gente no puede tomarse la justicia por su cuenta.
Yo tengo a un amigo que ejerce de payés de día y de somatén por la noche. Hace poco estuve en su casa, me invitó a una copa y estuvimos charlando de la vida, hasta que de pronto advertí que del ropero de su habitación sobresalía una culata. Me extrañé porque ahora ya no hay perdices ni conejos a los que tirar y a mi compañero jamás le oí decir que le gustara abatir jabalíes. ¿Y esa escopeta?, le pregunté. Y me respondió: “Por si acaso”.
Nunca se sabe, por lo que pueda pasar, vete tú a saber, con tanta gente como hay entre somatenes, policía local, Mossos y Guardia Civil, al final resultará que, con la tirria que se tienen los unos a los otros, acabarán vigilándose entre ellos para suerte de los ladrones.
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