Crudas historias desde la oscuridad
El universo de Nudozurdo es crudo, angustiado y tenebroso, un discurso propio de aquellas mentes lúcidas
Puede que a no pocos seguidores de Nudozurdo haya desconcertado su reciente Acústico, preciosa recreación desenchufada, junto a viola y violoncello, de diez de sus más emblemáticas piezas. Por aquello de seguir jugando al despiste, el primer concierto casero de los madrileños tras tal osadía fue anoche, en Joy Eslava, con la alineación de trío rabiosamente eléctrico. Las reinvenciones son siempre edificantes y esta banda ha hecho de ellas una valiente seña de identidad: nunca suenan como en la ocasión anterior, incluso aunque el repertorio incida en los mismos títulos. El de ayer dejaba poco margen a la sorpresa, sin rarezas ni inéditos, pero hay tantos compases sin pautar que no conviene perder detalle. Hubo entrada discreta -apenas 300 personas-, pero militante: público absorto, fascinado, del que cabecea despacio y bisbisea esas letras punzantes como aguijones cargados de veneno.
A los conciertos de Nudozurdo conviene llegar con la benzodiacepina ya metabolizada. El universo del grupo es crudo, angustiado y tenebroso, un discurso propio de aquellas mentes lúcidas -y atormentadas- que miran a su alrededor y descubren muchos más interrogantes que respuestas. El triángulo brilla desde todas sus aristas, pero nada sería igual sin Leo Mateos, cantante peculiarísimo y guitarrista excelente, siempre más amigo de la sugerencia que la filigrana. Al productor Daniel Lanois le encantaría.
Mateos asienta esos ambientes torturados sobre los que Meta, el bajista, aporta el inconfundible aire lúgubre de The Cure: esas líneas en la zona aguda, el zumbido de las notas que retumban muy cerca del puente. Añadamos la lucidez rítmica del batería Pablo Costa (deliciosos sus golpeos a contratiempo en No me toquéis) y nos encontraremos ante una banda en la primerísima división del rock español. Intrigante, acongojada, tétrica como esa iluminación desde la espalda del escenario. Espléndida en unos pasajes instrumentales que siempre procuran más la textura ambiental que la melódica. Imposible no reparar en la voz como un gemido de Leo para Contigo sin ti, la intensidad pesadillesca de Ha sido divertido o la catarsis casi narcótica en El hijo de Dios. Fueron doce canciones en 80 minutos, sin presentaciones ni agradecimientos, con los zurdos ensimismados en sus crudas historias desde la oscuridad. Crudas, pero necesarias.
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