Comparaciones odiosas
El PP niega el desafío catalán como Franco negó el reto de las colonias: diciendo que eran provincias de ultramar
A mediados de la pasada semana, en rueda de prensa y ante una pregunta que aludía a los procesos puestos en marcha en Escocia y Cataluña, el primer ministro británico David Cameron manifestaba: “No creo que sea bueno tratar de ignorar las cuestiones de nacionalidad, independencia e identidad. Lo correcto es presentar tus argumentos, defenderlos y permitir que la gente decida”.
A esta razonable exposición de un criterio político impecablemente democrático respondió al día siguiente el ministro de Asuntos Exteriores del Reino de España; y lo hizo de una forma bien rara. Si lo que el señor García-Margallo legítimamente pretendía era rebatir los planteamientos de Cameron, la réplica adecuada hubiera sido sostener —y demostrar— que, ante problemas de nacionalidad, independencia e identidad, lo mejor es negarlos, sofocarlos o caricaturizarlos. Lo correcto —debió de añadir García-Margallo— es cultivar el miedo, rehuir un debate equilibrado e impedir que la gente decida.
En vez de eso, en lugar de una respuesta situada en el mismo plano argumental que las palabras previas del premier británico, el canciller español se atrincheró detrás de la juridicidad formal: mientras que Reino Unido no tiene Constitución, España sí, y los artículos 1 y 2 de la actualmente vigente establecen la soberanía única del “pueblo español” y la “indisoluble unidad de la Nación española”.
Decir que los regímenes fiscales vasco y navarro son reminiscencias de una foralidad preliberal e inseparables del fenómeno carlista es una realidad objetiva
Es exactamente la misma forma de razonar —hablo de formas de razonar, no estoy comparando Cataluña con Guinea— que empleaban los regímenes de Franco o de Salazar cuando el Comité de Descolonización de la ONU les instaba a retirarse de sus respectivas posesiones africanas: de acuerdo con nuestras leyes —respondían Madrid y Lisboa—, España (o Portugal) no tiene colonias, sino provincias ultramarinas; por tanto, no hay nada que debamos descolonizar. Resulta notorio que tales sofismas legales —o el que hacía de Argelia un territorio jurídicamente tan francés como Borgoña o Provenza— no pudieron detener el curso inexorable de la historia.
Y mientras García-Margallo recurría al marxismo-grouchismo para desautorizar a Cameron, el primer secretario del PSC, Pere Navarro, lanzaba su propuesta de supresión del concierto económico vasco y del convenio navarro, tachándolos de privilegios caducos e insolidarios. Y acto seguido caía sobre su cabeza toda la bóveda del firmamento político hispano. ¿Justificadamente?
Decir que los regímenes fiscales vasco y navarro son reminiscencias de una foralidad preliberal e inseparables del fenómeno carlista es una realidad objetiva, históricamente irrefutable. Sostener que la cuota vasca supone un privilegio tampoco tiene vuelta de hoja: según cálculos muy solventes, los presupuestos públicos de Euskadi disponen de un 60% más de recursos per capita que la media de las comunidades autónomas españolas. Si hiciesen falta más pruebas, bastará recordar la respuesta de Madrid cuando, desde Cataluña, se ha reclamado también el concierto, o un modelo de efectos parecidos: no, porque entonces las finanzas del Estado español serían insostenibles.
Entonces, ¿a qué vienen el escándalo suscitado por la iniciativa del líder del PSC, las descalificaciones e improperios de que ha sido objeto desde el PP, desde el PSOE, desde el PNV, etcétera? ¿Qué pasa, que el statu quo del País Vasco y Navarra es sagrado e intocable, simplemente porque la disposición adicional primera de la Constitución recoge “los derechos históricos de los territorios forales”, pero tanto su extensión a otras comunidades como su supresión son tabúes que no cabe ni plantear? Cuando José Bono, tan jacobino él, afirma que “la igualdad es mucho más importante que la soberanía de los territorios”, ¿por qué no se lo cuenta a Patxi López, a Eduardo Madina y a sus demás correligionarios vascos? A este paso, vamos a tener que recuperar aquel viejo eslogan barcelonés contra la discriminación tarifaria respecto de Madrid, que dio lugar a la “huelga de tranvías” de 1951: “¿España una? ¡Pues igual para todos!”.
Lo más curioso, con todo, es que esos filósofos y juristas tan severos en la denuncia de las taras morales del nacionalismo catalán sean ciegos y mudos ante las incongruencias y las falsedades del nacionalismo español.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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